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domingo, 31 de agosto de 2008

CARDENAL, Ernesto: Epigramas



Te doy, Claudia, estos versos, porque tú eres su dueña.
Los he escrito sencillos para que tú los entiendas.
Son para ti solamente, pero si a ti no te interesan,
un día se divulgarán tal vez por toda Hispanoamérica.
Y si al amor que los dictó, tú también lo desprecias,
otras soñarán con este amor que no fue para ellas.
Y tal vez verás, Claudia, que estos poemas,
(escritos para conquistarte a ti ) despiertan
en otras parejas enamoradas que los lean
los besos que en ti no despertó el poeta.

* * *


Esta será mi venganza:
Que un día llegue a tus manos el libro de un poeta famoso
y leas estas líneas que el autor escribió para ti
y tú no lo sepas.


* * *


Yo he repartido papeletas clandestinas,
gritado: VIVA LA LIBERTAD! En plena calle
desafiando a los guardias armados.
Yo participé en la rebelión de abril:
pero palidezco cuando paso por tu casa
y tu sola mirada me hace temblar.


* * *


Al perderte yo a ti tú y yo hemos perdido:
yo porque tú eras lo que yo más amaba
y tú porque yo era el que te amaba más.
Pero de nosotros dos tú pierdes más que yo:
porque yo podré amar a otras como te amaba a ti
pero a ti no te amarán como te amaba yo.


* * *

Ernesto Cardenal Martínez (Granada, 20 de enero de 1925), sacerdote católico (uno de los más destacados religiosos de la teología de la liberación), político, escritor, escultor y poeta nicaragüense.
En julio de 1950 en su país participa en la "revolución de abril" de 1954 contra Anastasio Somoza García. El golpe de estado falla y termina con la muerte de muchos de sus compañeros y amigos. Ernesto Cardenal decide entrar en el monasterio de Gethsemani (Kentucky, EE.UU.), pero en 1959 se sale para estudiar teología en Cuernavaca (México).
Cardenal en
1965 es ordenado sacerdote en Managua. Funda en una de las islas Solentiname en el Lago Cocibolca una comunidad cristiana, casi monástica. Ahí se escribe el famoso libro El Evangelio de Solentiname. Cardenal colabora estrechamente con el Frente Sandinista de Liberación Nacional luchando contra el régimen de Anastasio Somoza Debayle. El 19 de julio de 1979, el día de la victoria de la Revolución Nicaragüense, es nombrado ministro de cultura del nuevo gobierno del FSLN. Ocupa este cargo hasta 1987, año en el que se cierra el ministerio por razones económicas.
Fue nominado en mayo de 2005 a recibir el
Premio Nobel de literatura.
En el año 2007 el poeta nicaragüense vuelve a México, que entre otras actividades, estuvo con el
Subcomandante Marcos del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, en el festival XII Encuentro Hispanoamericano de Escritores "Horas de Junio", celebrado el 1 de junio del 2007, organizado por la Universidad de Sonora, y que este año llevó por título Tributo a Ernesto Cardenal, donde ofreció lectura de un texto, polvo de estrellas, sobre la utopía social y un recital de sus poemas que enmudeció al auditorio de la Sociedad Sonorense de Historia.

viernes, 29 de agosto de 2008

GALEANO, EDUARDO: Pájaros prohibidos


Los presos políticos uruguayos no pueden hablar sin permiso, silbar, sonreír, cantar, caminar rápido ni saludar a otro preso. Tampoco pueden dibujar ni recibir dibujos de mujeres embarazadas, parejas, mariposas, estrellas ni pájaros.
Didaskó Pérez, maestro de escuela, torturado y preso por tener ideas ideológicas, recibe un domingo la visita de su hija Milay, de cinco años. La hija le trae un dibujo de pájaros. Los censores se lo rompen en la entrada de la cárcel.
El domingo siguiente, Milay le trae un dibujo de árboles. Los árboles no están prohibidos, y el dibujo pasa. Didaskó le elogia la obra y le pregunta por los circulitos de colores que aparecen en la copa de los árboles, muchos pequeños círculos entre las ramas.
—¿Son naranjas? ¿Qué frutas son?
La niña lo hace callar:
—Ssshhh.
Y en secreto le explica:
—Bobo. ¿No ves que son ojos? Los ojos de los pájaros que te traje a escondidas.
.
Eduardo Galeano
Uruguay, 1940

martes, 26 de agosto de 2008

QUIROGA, Horacio: El hijo


Es un poderoso día de verano en Misiones, con todo el sol, el calor y la calma que puede deparar la estación. La naturaleza plenamente abierta, se siente satisfecha de sí.
Como el sol, el calor y la calma ambiente, el padre abre también su corazón a la naturaleza.
—Ten cuidado, chiquito —dice a su hijo; abreviando en esa frase todas las observaciones del caso y que su hijo comprende perfectamente.
—Si, papá —responde la criatura mientras coge la escopeta y carga de cartuchos los bolsillos de su camisa, que cierra con cuidado.
—Vuelve a la hora de almorzar —observa aun el padre.
—Sí, papá —repite el chico.
Equilibra la escopeta en la mano, sonríe a su padre, lo besa en la cabeza y parte.
Su padre lo sigue un rato con los ojos y vuelve a su quehacer de ese día, feliz con la alegría de su pequeño.
Sabe que su hijo es educado desde su más tierna infancia en el hábito y la precaución del peligro, puede manejar un fusil y cazar no importa qué. Aunque es muy alto para su edad, no tiene sino trece años. Y parecía tener menos, a juzgar por la pureza de sus ojos azules, frescos aún de sorpresa infantil.
No necesita el padre levantar los ojos de su quehacer para seguir con la mente la marcha de su hijo.
Ha cruzado la picada roja y se encamina rectamente al monte a través del abra de espartillo.
Para cazar en el monte —caza de pelo— se requiere más paciencia de la que su cachorro puede rendir. Después de atravesar esa isla de monte, su hijo costeará la linde de cactus hasta el bañado, en procura de palomas, tucanes o tal cual casal de garzas, como las que su amigo Juan ha descubierto días anteriores.
Sólo ahora, el padre esboza una sonrisa al recuerdo de la pasión cinegética de las dos criaturas. Cazan solo a veces un yacútoro, un surucuá —menos aún— y regresan triunfales, Juan a su rancho con el fusil de nueve milímetros que él le ha regalado, y su hijo a la meseta con la gran escopeta Saint-Étienne, calibre 16, cuádruple cierre y pólvora blanca.
Él fue lo mismo. A los trece años hubiera dado la vida por poseer una escopeta. Su hijo, de aquella edad, la posee ahora y el padre sonríe...
No es fácil, sin embargo, para un padre viudo, sin otra fe ni esperanza que la vida de su hijo, educarlo como lo ha hecho él, libre en su corto radio de acción, seguro de sus pequeños pies y manos desde que tenía cuatro años, consciente de la inmensidad de ciertos peligros y de la escasez de sus propias fuerzas.
Ese padre ha debido luchar fuertemente contra lo que él considera su egoísmo. ¡Tan fácilmente una criatura calcula mal, sienta un pie en el vacío y se pierde un hijo!
El peligro subsiste siempre para el hombre en cualquier edad; pero su amenaza amengua si desde pequeño se acostumbra a no contar sino con sus propias fuerzas.
De este modo ha educado el padre a su hijo. Y para conseguirlo ha debido resistir no sólo a su corazón, sino a sus tormentos morales; porque ese padre, de estómago y vista débiles, sufre desde hace un tiempo de alucinaciones.
Ha visto, concretados en dolorosísima ilusión, recuerdos de una felicidad que no debía surgir más de la nada en que se recluyó. La imagen de su propio hijo no ha escapado a este tormento. Lo ha visto una vez rodar envuelto en sangre cuando el chico percutía en la morsa del taller una bala de parabellum, siendo así que lo que hacía era limar la hebilla de su cinturón de caza.
Horribles cosas... Pero hoy, con el ardiente y vital día de verano, cuyo amor a su hijo parece haber heredado, el padre se siente feliz, tranquilo y seguro del porvenir.
En ese instante, no muy lejos suena un estampido.
—La Saint-Étienne... —piensa el padre al reconocer la detonación. Dos palomas de menos en el monte...
Sin prestar más atención al nimio acontecimiento, el hombre se abstrae de nuevo en su tarea.
El sol, ya muy alto, continúa ascendiendo. Adónde quiera que se mire —piedras, tierra, árboles—, el aire enrarecido como en un horno, vibra con el calor. Un profundo zumbido que llena el ser entero e impregna el ámbito hasta donde la vista alcanza, concentra a esa hora toda la vida tropical.
El padre echa una ojeada a su muñeca: las doce. Y levanta los ojos al monte.
Su hijo debía estar ya de vuelta. En la mutua confianza que depositan el uno en el otro —el padre de sienes plateadas y la criatura de trece años—, no se engañan jamás. Cuando su hijo responde: "Sí, papá", hará lo que dice. Dijo que volvería antes de las doce y el padre ha sonreído al verlo partir.
Y no ha vuelto.
El hombre torna a su quehacer, esforzándose en concentrar la atención en su tarea. ¡Es tan fácil, tan fácil perder la noción de la hora dentro del monte, y sentarse un rato en el suelo mientras se descansa inmóvil!
El tiempo ha pasado; son las doce y media. El padre sale de su taller y al apoyar la mano en el banco de mecánica sube del fondo de su memoria el estallido de una bala de parabellum e, instantáneamente, por primera vez en las tres horas transcurridas, piensa que tras el estampido de la Saint-Étienne no ha oído nada más. No ha oído rodar el pedregullo bajo un paso conocido. Su hijo no ha vuelto y la naturaleza se halla detenida a la vera del bosque, esperándolo.
¡Oh! No son suficientes un carácter templado y una ciega confianza en la educación de un hijo para ahuyentar el espectro de la fatalidad que un padre de vista enferma ve alzarse desde la línea del monte. Distracción, olvido, demora fortuita: ninguno de estos nimios motivos que pueden retardar la llegada de su hijo halla cabida en aquel corazón.
Un tiro, un solo tiro ha sonado, y hace ya mucho. Tras él, el padre no ha oído un ruido, no ha visto un pájaro, no ha cruzado el abra una sola persona a anunciarle que al cruzar un alambrado, una gran desgracia...
La cabeza al aire y sin machete, el padre va. Corta el abra de espartillo, entra en el monte, costea la línea de cactus sin hallar el menor rastro de su hijo.
Pero la naturaleza prosigue detenida. Y cuando el padre ha recorrido las sendas de caza conocidas y ha explorado el bañado en vano, adquiere la seguridad de que cada paso que da en adelante lo lleva, fatal e inexorablemente, al cadáver de su hijo.
Ni un reproche que hacerse, es lamentable. Sólo la realidad fría terrible y consumada: ha muerto su hijo al cruzar un...
¡Pero dónde, en qué parte! ¡Hay tantos alambrados allí, y es tan, tan sucio el monte! ¡Oh, muy sucio! Por poco que no se tenga cuidado al cruzar los hilos con la escopeta en la mano...
El padre sofoca un grito. Ha visto levantarse en el aire... ¡Oh, no es su hijo, no! Y vuelve a otro lado, y a otro y a otro...
Nada se ganaría con ver el color de su tez y la angustia de sus ojos. Ese hombre aún no ha llamado a su hijo. Aunque su corazón clama por él a gritos, su boca continúa muda. Sabe bien que el solo acto de pronunciar su nombre, de llamarlo en voz alta, será la confesión de su muerte.
—¡Chiquito! —se le escapa de pronto. Y si la voz de un hombre de carácter es capaz de llorar, tapémonos de misericordia los oídos ante la angustia que clama en aquella voz.
Nadie ni nada ha respondido. Por las picadas rojas de sol, envejecido en diez años, va el padre buscando a su hijo que acaba de morir.
—¡Hijito mío...! ¡Chiquito mío...! —clama en un diminutivo que se alza del fondo de sus entrañas.
Ya antes, en plena dicha y paz, ese padre ha sufrido la alucinación de su hijo rodando con la frente abierta por una bala al cromo níquel. Ahora, en cada rincón sombrío del bosque ve centellos de alambre; y al pie de un poste, con la escopeta descargada al lado, ve a su...
—¡Chiquito..! ¡Mi hijo!
Las fuerzas que permiten entregar un pobre padre alucinado a la más atroz pesadilla tienen también un límite. Y el nuestro siente que las suyas se le escapan, cuando ve bruscamente desembocar de un pique lateral a su hijo.
A un chico de trece años bástale ver desde cincuenta metros la expresión de su padre sin machete dentro del monte para apresurar el paso con los ojos húmedos.
—Chiquito... —murmura el hombre. Y, exhausto se deja caer sentado en la arena albeante, rodeando con los brazos las piernas de su hijo.
La criatura, así ceñida, queda de pie; y como comprende el dolor de su padre, le acaricia despacio la cabeza:
—Pobre papá...
En fin, el tiempo ha pasado. Ya van a ser las tres. Juntos ahora, padre e hijo emprenden el regreso a la casa.
—¿Cómo no te fijaste en el sol para saber la hora...? —murmura aún el primero.
—Me fijé, papá... Pero cuando iba a volver vi las garzas de Juan y las seguí...
—¡Lo que me has hecho pasar, chiquito!
—Piapiá... —murmura también el chico.
Después de un largo silencio:
—Y las garzas, ¿las mataste? —pregunta el padre.
—No.
Nimio detalle, después de todo. Bajo el cielo y el aire candentes, a la descubierta por el abra de espartillo, el hombre vuelve a casa con su hijo, sobre cuyos hombros, casi del alto de los suyos, lleva pasado su feliz brazo de padre. Regresa empapado de sudor, y aunque quebrantado de cuerpo y alma, sonríe de felicidad.
……………………………………………………………………
Sonríe de alucinada felicidad... Pues ese padre va solo.
A nadie ha encontrado, y su brazo se apoya en el vacío. Porque tras él, al pie de un poste y con las piernas en alto, enredadas en el alambre de púa, su hijo bienamado yace al sol, muerto desde las diez de la mañana.

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Horacio Quiroga
(Uruguay, 1878/Argentina, 1937)

jueves, 21 de agosto de 2008

BENEDETTI, Mario: La noche de los feos


1

Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.
Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro.
Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos —de la mano o del brazo— tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.
Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.
Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal.
Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.
La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó.
La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculo mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.
Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.
"¿Qué está pensando?", pregunté.
Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.
"Un lugar común", dijo. "Tal para cual".
Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo.
"Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?"
"Sí", dijo, todavía mirándome.
"Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida".
"Sí".
Por primera vez no pudo sostener mi mirada.
"Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo".
"¿Algo como qué?"
"Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una posibilidad".
Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.
"Prométame no tomarme como un chiflado".
"Prometo".
"La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?"
"No".
"¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?"
Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.
"Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca".
Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico.
"Vamos", dijo.

2

No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.
Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron.
En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso.
Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.
Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra.
Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.

Uruguay, 1920



miércoles, 20 de agosto de 2008

NERUDA, Pablo: Las palabras


...Todo lo que usted quiera, sí señor, pero son las palabras que cantan, las que suben y bajan... Me posterno ante ellas... Las amo, las adhiero, las persigo, las muerdo, las derrito... Amo tantos las palabras... Las inesperadas... Las que glotonamente se esperan, se acechan, hasta que de pronto caen... Vocablos amados... Brillan como piedras de colores, saltan como platinados peces, son espuma, hilo, metal, rocío... Persigo algunas palabras... Son tan hermosas que las quiero poner todas en mi poema... Las agarro al vuelo, cuando van zumbando, y las atrapo, las limpio, las pelo, me preparo frente al plato, las siento cristalinas, vibrantes, ebúrneas, vegetales, aceitosas, como frutas, como algas, cómo ágatas, como aceitunas... Y entonces las revuelvo, las agito, me las bebo, me las zampo, las trituro, las emperejillo, las liberto... Las dejo como estalactitas, en mi poema, como pedacitos de madera bruñida, como carbón, como restos de naufragio, regalos de la ola... Todo está en la palabra... Una idea entera se cambia porque una palabra se trasladó de sitio, o porque otra se sentó como una reinita adentro de una frase que no la esperaba y que le obedeció... Tienen sombra, transparencia, peso, plumas, pelos, tienen de todo lo que se les fue agregando de tanto rodar por el río, de tanto transmigrar de patria, de tanto ser raíces... Son antiquísimas y recientísimas... Viven en el féretro escondido y en la flor apenas comenzada... Qué buen idioma el mío, qué buena lengua heredamos de los conquistadores torvos (...) Por donde pasaban quedaba arrasada la tierra... Pero a los bárbaros se les caían de las botas, de las barbas, de los yelmos, de las herraduras, como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí resplandecientes..., el idioma. Salimos perdiendo... Salimos ganando... Se llevaron el oro y nos dejaron el oro... Se lo llevaron todo y nos dejaron todo... Nos dejaron las palabras.
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PABLO NERUDA
(Chile, 1904/1973)
“Confieso que he vivido”

sábado, 16 de agosto de 2008

MANGUEL, Alberto: ¿Cómo se puede vivir sin leer?


“Creo que la persona que no lee se priva de una ayuda esencial, que es la de encontrar en un texto las palabras que describen su experiencia”.
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“Cuando leemos, pues, nos formamos”.
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La literatura es irreemplazable. “Sí. Hay otras experiencias que nos ayudan: la música, la conversación, el arte. Pero debido a que la literatura es la única que comparte con la vida cotidiana las palabras, la única que usa el mismo instrumento, nos lleva a profundizar, a ampliar nuestras vivencias, de una manera que no pueden las otras artes”.
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”No es que la gente lea menos, leemos más ahora que en otros momentos de la historia. Lo que ocurre es que la mayor parte de los libros que leemos no son lo que yo llamaría libros, sino objetos de consumo; cosas que parecen un libro porque tienen un texto y hojas encuadernadas, pero que responden simplemente a un placer muy superficial. Es una lectura engañosa, porque nos hace creer que estamos entrando en un mundo de pensamiento y en realidad no estamos en ninguna parte. Es una trampa. No va a haber solución al enriquecimiento de la lectura hasta que como sociedad no queramos creer en la importancia del acto intelectual. Nuestra sociedad, como casi todas las otras, es una sociedad de consumo y como tal necesita consumidores idiotas y fomentar realmente la lectura sería contradecir eso, sería generar gente que reflexione y sería muy difícil gobernar a gente que reflexione".
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"Se supone que la lectura nos hace mejores. “Esas son simplificaciones que nos encantan. Siempre queremos encontrar la fórmula para ser más ricos, más buenos, más lindos Y seguimos creyendo que toda lectura es buena”.
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“Insisto: no creo que en sí misma la lectura produzca nada. No es como el hecho de respirar, que es necesario para vivir. Pero sé que hay momentos en donde me pregunto cómo la gente aguanta vivir sin leer, cómo logra atravesar el día lleno de miserias, dolores, mezquindades, horrores, sin la ayuda de un libro. Lo hace la mayoría de la gente, pero si lo pienso, no sé cómo lo hacen. Yo no podría”.
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Pensamientos de ALBERTO MANGUEL (Bs. As., 1948) extraídos de su libro Una historia de la lectura. Bs. As., Emecé, 2005.


Alberto Manguel nació en 1948 en Buenos Aires es escritor, traductor y editor. Manguel trabajó en libros de no ficción como El diccionario de lugares imaginarios (junto con Gianni Guadalupi) e Historia de la lectura (1996), también novelas como Stevenson bajo las palmeras y ensayos como Nuevo elogio de la locura. Por más de 20 años editó una gran cantidad de antologías literarias de una gran variedad de temas.

sábado, 9 de agosto de 2008

TEJADA GÓMEZ, Armando: Canción de un peso



Hoy, al salir de casa,
me encontré una moneda.
Un peso. Un sol
mondo y lirondo de metal.
Bueno, yo sé que nada
se compra con un peso:
ni un fósforo
ni un barco
ni una espiga
ni un pan,
pero dije: es mi día
de suerte. ¡Hermoso día!
y con el sol delante
me puse a caminar...

Llamé a todas las puertas
y no encontré trabajo
ni un fósforo
ni un barco
ni una espiga
ni un pan;
el día, como siempre,
retiraba sus redes
y, con la tarde a cuestas,
tuve que regresar.
La gente de mi pueblo
apenas gana un peso.
Un peso. Un sol
mondo y lirondo de metal.
Sabe que poco y nada
puede comprar con eso:
ni un fósforo
ni un barco
ni una espiga
ni un pan.

Sin embargo mi gente,
la gente de mi pueblo,
con todo el sol delante
¡se ha puesto a caminar...!
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ARMANDO TEJADA GÓMEZ
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Nace en 1929, en Mendoza, hijo anteúltimo de 24 hermanos. Canillita, lustrador de zapatos, luego obrero de la construcción. A la muerte de su padre, con cuatro años, vive algunos meses en el campo, con su tía Fidela Pavón, quien le enseña las primeras letras en un breviario. Es esa la única instrucción que recibió. A los quince años adquiere un Martín Fierro y a partir de allí comienza a leer fervorosamente toda clase de lecturas, instruyéndose por su cuenta. Comienza a despertarse su inquietud social, participando de jornadas de protesta, luchas obreras y políticas al mismo tiempo que comienza a expresarse a través de su poesía. En 1976 el gobierno militar publica un listado de composiciones y autores prohibidos para su difusión en todo el ámbito de la república, donde figura su nombre y algunas de sus canciones más célebres: “Canción con Todos” y “Fuego en Animaná”. Es declarado persona no grata por el gobierno de facto de la provincia de Santa Fe y "deportado" a la provincia de Buenos Aires, en medio de la noche, luego de una frustrada actuación en la sala de la Lotería Provincial de dicha ciudad, en un festival a beneficio. Comienza un largo periodo de oscurecimiento y ostracismo, prohibidas sus representaciones, la publicación de sus libros y la difusión de sus canciones. Ganó múltiples premios nacionales e internacionales. Fallece en Buenos Aires, el 3 de noviembre de 1992.

martes, 5 de agosto de 2008

PESCETTI, Luis María: Responsabilidad estética


Mirá, Valeria, me tenés repodrido. Si sabés que me gustás, ¿¡por qué no me hablás por teléfono, eh!? ¿¡Qué te creés!? ¿¡Querés que me quede toda la tarde al lado del teléfono!? El otro día, por ejemplo, el lunes, me moría de ganas de que me llamaras. ¡Y no me hablaste! ¡Entonces ya no fui ni a jugar con los chicos, ni al club, ni nada! ¡Y ni me hables! ¡Porque no sonó el teléfono ni con una llamada equivocada! ¿¡Qué te creés!? ¿¡Te creíste mucho!? Si sabés que estás muy bien, entonces tendrías que fijarte un poco, porque es como cuando alguien es muy fuerte: si no cuida cómo usa los músculos capaz que le da un empujón a alguien y no quiere hacerle nada, pero al otro lo tumba al piso. O da la mano para ser amable y al otro le deja los huesos como un trapo torcido. Es lo mismo, ¿entendés?, porque vos sos linda, entonces tenés que tener un poco de cuidado, porque sin querer podés, no te digo lastimar, porque no es igual igual, pero más o menos, ¿te das cuenta? Tal vez lo hacés sin querer, o no hacés nada, pero igual tendrías que prestar atención porque yo paso enfrente tuyo y a lo mejor a vos no te pasa nada; pero vos me pasás enfrente y me quedo todo así. Parezco la momia, ¿entendés? Poné un poco de tu parte, también. Por eso no es lo mismo. Ahora que te expliqué y lo entendiste, fijate. Yo no te voy a decir nada, pero hoy me gustaría que me llames, así que no esperes que te hable yo.
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Luis María Pescetti
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Nació en San Jorge, provincia de Santa Fe, Argentina, en 1958. En Buenos Aires se recibió de Musicoterapeuta (Diploma de Honor) en 1979. Realizó estudios de: piano, canto, pedagogía musical, armonía y composición. Trabajó como Musicoterapeuta en rehabilitación de mujeres operadas de mama y con pacientes psiquiátricos, niños y adultos.
Fue profesor de música en preescolar, escuelas primarias, secundarias, y Universidades. Dirigió centros culturales en Buenos Aires. Trabajó para la Secretaría de Cultura de la Nación (Plan Nacional de Lectura), Argentina, durante tres años, dando charlas, seminarios y talleres sobre creatividad y animación musical por todo el país. Dio un curso de "Humor en la narrativa" en la Facultad de Filología de Valencia (España).
Como compositor de canciones infantiles tiene varios discos: El vampiro negro, Cassette pirata y Bocasucia, además de dos antologías. Desde 1997 canta en el programa Bizbirije, Canal 11 (México). Desde 1994 conduce un programa de radio de humor y música para niños, Premio Musa de la radio, al mejor programa infantil (México, 2000), Radio Unam. Es miembro fundador del Movimiento de la Canción Infantil Latinoamericana y del Caribe (1994).
Como comediante para adultos y niños actuó en teatros, radio y televisión de Argentina, Cuba, México, Estados Unidos, Chile, Brasil, Colombia y España. Se destaca su participación en el Festival Internacional Cervantino (México), y la temporada infantil 2001 del Teatro Gral. San Martín, Argentina.
Es autor de varios libros de humor para niños, tanto conceptuales, como de narrativa, entre los que se destacan Natacha (Alfaguara) un libro de humor y filosofía (traducido al catalán); y Caperucita tal como se la contaron a Jorge (Alfaguara), que obtuvo el Premio Nacional Cuadro de Honor de la Literatura Infantil, Argentina, el Premio ALIJA al mejor libro, y el premio "The White Ravens 1998" (Internationale Jugendbibliothek, Alemania). En la misma línea, de humor y filosofía, es autor de Historia de los señores Moc y Poc, Ed. Sudamericana. Preparó La Mona Risa, una antología de humor en la narrativa (Alfaguara/España). En 1997 ganó el Premio Casa de las Américas, Cuba, con su novela El ciudadano de mis zapatos. Con su novela infantil Frin ganó el Premio Fantasía (Argentina, 2000); considerado entre los mejores libros infantiles y juveniles en español, figuró en la Lista de honor de la revista Cuatrogatos (EEUU, 2001), y también recibió el premio "The White Ravens 2001" (Internationale Jugendbibliothek, Alemania). "Libros del Rincón" de la Secretaría de Educación Pública (México), publicó su "Taller de animación musical y juegos", en cuatro ediciones que suman más de 200.000 ejemplares.
También escribió humor para adultos: Qué fácil es estar en pareja. En co-autoría con Rudy escribió La vida y otros síntomas; y con Jorge Maronna, Copyright. Como autor está presente en Argentina, España, Cuba, Colombia, México, Venezuela, Estados Unidos, Bolivia, Perú, Chile, Ecuador y Paraguay.
Ha sido invitado a Ferias de Libros en México, Chile, Brasil y Argentina. Varios de sus textos fueron llevados a teatro. Fue invitado a formar parte del jurado del Premio Casa de las Américas 2002 (Cuba), para Literatura Infantil y Juvenil.

viernes, 1 de agosto de 2008

GARCÍA MÁRQUEZ, Gabriel: Discurso a 40 años de la aparición de "Cien años de soledad"


Ni en el más delirante de mis sueños, en los días en que escribía Cien años de soledad, llegué a imaginar que podría asistir a este acto para sustentar la edición de un millón de ejemplares. Pensar que un millón de personas pudieran leer algo escrito en la soledad de mi cuarto, con 28 letras del alfabeto y dos dedos como todo arsenal, parecería a todas luces una locura.
Hoy las academias de la lengua lo hacen con un gesto hacia una novela que ha pasado ante los ojos de cincuenta veces un millón de lectores, y hacia un artesano, insomne como yo, que no sale de su sorpresa por todo lo que le ha sucedido.
Pero no se trata ni puede tratarse de un reconocimiento a un escritor. Este milagro es la demostración irrefutable de que hay una cantidad enorme de personas dispuestas a leer historias en lengua castellana, y por lo tanto un millón de ejemplares de Cien años de soledad no son un millón de homenajes al escritor que hoy recibe, sonrojado, el primer libro de este tiraje descomunal. Es la demostración de que hay millones de lectores de textos en lengua castellana esperando, hambrientos, de este alimento.
No sé a qué horas sucedió todo. Sólo sé que desde que tenía 17 años y hasta la mañana de hoy, no he hecho cosa distinta que levantarme temprano todos los días, sentarme frente a un teclado, para llenar una página en blanco o una pantalla vacía del computador, con la única misión de escribir una historia aún no contada por nadie, que le haga más feliz la vida a un lector inexistente.
En mi rutina de escribir, nada he cambiado desde entonces. Nunca he visto nada distinto que mis dos dedos índices golpeando, una a una y a un buen ritmo, las 28 letras del alfabeto inmodificado que he tenido ante mis ojos durante estos setenta y pico de años.
Hoy me tocó levantar la cabeza para asistir a este homenaje, que agradezco, y no puedo hacer otra cosa que detenerme a pensar qué es lo que me ha sucedido. Lo que veo es que el lector inexistente de mi página en blanco, es hoy una descomunal muchedumbre, hambrienta de lectura, de textos en lengua castellana.
Los lectores de Cien años de soledad son hoy una comunidad que si viviera en un mismo pedazo de tierra, sería uno de los veinte países más poblados del mundo.
No se trata de una afirmación jactanciosa. Al contrario, quiero apenas mostrar que ahí está una gigantesca cantidad de personas que han demostrado con su hábito de lectura que tienen un alma abierta para ser llenada con mensajes en castellano.
El desafío es para todos los escritores, todos los poetas, narradores y educadores de nuestra lengua, para alimentar esa sed y multiplicar esta muchedumbre, verdadera razón de ser de nuestro oficio y, por supuesto, de nosotros mismos.
A mis 38 años y ya con cuatro libros publicados desde mis 20 años, me senté ante la máquina de escribir y empecé: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”.
No tenía la menor idea del significado ni del origen de esa frase ni hacia dónde debía conducirme. Lo que hoy sé es que no dejé de escribir ni un solo día durante 18 meses, hasta que terminé el libro.
Parecerá mentira, pero uno de mis problemas más apremiantes era el papel para la máquina de escribir. Tenía la mala educación de creer que los errores de mecanografía, de lenguaje o de gramática, eran en realidad errores de creación, y cada vez que los detectaba rompía la hoja y la tiraba al canasto de la basura para empezar de nuevo.
Con el ritmo que había adquirido en un año de práctica, calculé que me costaría unos seis meses de mañanas diarias para terminar.
Esperanza Araiza, la inolvidable Pera, era una mecanógrafa de poetas y cineastas que había pasado en limpio grandes obras de escritores mexicanos, entre ellos “La región más transparente”, de Carlos Fuentes; “Pedro Páramo”, de Juan Rulfo, y varios guiones originales de don Luis Buñuel.
Cuando le propuse que me sacara en limpio la versión final, la novela era un borrador acribillado de remiendos, primero en tinta negra y después en tinta roja, para evitar confusiones. Pero eso no era nada para una mujer acostumbrada a todo en una jaula de locos.
Pocos años después, Pera me confesó que cuando llevaba a su casa la última versión corregida por mí, resbaló al bajarse del autobús, con un aguacero diluvial, y las cuartillas quedaron flotando en el cenegal de la calle. Las recogió, empapadas y casi ilegibles, con la ayuda de otros pasajeros, y las secó en su casa, hoja por hoja, con una plancha de ropa.
Lo que podía ser motivo de otro libro mejor, sería cómo sobrevivimos Mercedes y yo, con nuestros dos hijos, durante ese tiempo en que no gané ningún centavo por ninguna parte. Ni siquiera sé cómo hizo Mercedes durante esos meses para que no faltara ni un día la comida en la casa.
Habíamos resistido a la tentación de los préstamos con interés, hasta que nos amarramos el corazón y emprendimos nuestras primeras incursiones al Monte de Piedad.
Después de los alivios efímeros con ciertas cosas menudas, hubo que apelar a las joyas que Mercedes había recibido de sus familiares a través de los años. El experto las examinó con un rigor de cirujano, pasó y revisó con su ojo mágico los diamantes de los aretes, las esmeraldas del collar, los rubíes de las sortijas, y al final nos los devolvió con una larga verónica de novillero: “Todo esto es puro vidrio”.
En los momentos de dificultades mayores, Mercedes hizo sus cuentas astrales y le dijo a su paciente casero, sin el mínimo temblor en la voz: “Podemos pagarle todo junto dentro de seis meses”.
“Perdone señora –le contestó el propietario–, ¿se da cuenta de que entonces será una suma enorme?”.
“Me doy cuenta –dijo Mercedes, impasible–, pero entonces lo tendremos todo resuelto, esté tranquilo”.
Al buen licenciado, que era un alto funcionario del Estado y uno de los hombres más elegantes y pacientes que habíamos conocido, tampoco le tembló la voz para contestar: “Muy bien, señora, con su palabra me basta”. Y sacó sus cuentas mortales: “La espero el 7 de setiembre (sic)”.
Por fin, a principios de agosto de 1966, Mercedes y yo fuimos a la oficina de correos de la ciudad de México, para enviar a Buenos Aires la versión terminada de Cien años de soledad, un paquete de 590 cuartillas escritas a máquina, a doble espacio y en papel ordinario y dirigidas a Francisco Porrúa, director literario de la editorial Suramericana.
El empleado del correo puso el paquete en la balanza, hizo sus cálculos mentales y dijo: “Son 82 pesos”.
Mercedes contó los billetes y las monedas sueltas que le quedaban en la cartera, y se enfrentó a la realidad: “Sólo tenemos 53″.
Abrimos el paquete, lo dividimos en dos partes iguales y mandamos una a Buenos Aires, sin preguntar siquiera cómo íbamos a conseguir el dinero para mandar el resto. Sólo después caímos en la cuenta de que no habíamos mandado la primera sino la última parte. Pero antes de que consiguiéramos el dinero para mandarla, ya Paco Porrúa, nuestro hombre en la editorial Suramericana, ansioso de leer la primera mitad del libro, nos anticipó dinero para que pudiéramos enviarla.
Fue así como volvimos a nacer en nuestra vida de hoy.
Muchas gracias. Muchas gracias.
Muchas gracias.
(Cartagena de Indias, 26 de marzo de 2007)


Gabriel García Márquez
Premio Nobel de Literatura 1982
(Colombia, 1928)