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lunes, 24 de noviembre de 2008

LIMA QUINTANA, Hamlet: A media pierna


Le pusieron un grillo a media pierna.
Lo condenaron a vivir a medias.
Le escondieron la paz y la sonrisa.
Le pusieron el pan a media rienda.
Pero él seguía caminando.

Le vendieron la luna cada noche.
Lo fueron lentamente atornillando.
Le tuvieron las manos ocupadas.
Le sumaron la pena y las estafas.
Pero él seguía caminando.

Le pusieron las piedras por delante.
Le taparon la boca, por si acaso.
Le abrieron una herida por la espalda.
Le sumaron olvido a la condena.
Pero él seguía caminando.

De lejos, bien mirado,
cuando ya era horizonte,
se asemejaba al viento,
aunque según parece
él caminaba potente
¡como el Pueblo!
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Hamlet Lima Quintana
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Hamlet Lima Quintana nació el 15 de setiembre de 1923 en la ciudad de Morón, pero aprendió a caminar en Saladillo, y en su obra plasmó los colores, los sabores, las personas, las costumbres de la pampa húmeda. Heredó de su familia la pasión por la poesía y la música: su padre escribía y su madre tocaba el piano. A partir de allí, hizo sus propias armas para consolidarse como uno de los más grandes creadores argentinos. En su carrera tiene escritos más de 25 libros de poemas, una biografía de Osvaldo Pugliese, más de 400 canciones, y una cantata al Che Guevara.
El poeta Hamlet Lima Quintana murió el 21 de febrero de 2002 por la tarde a los 78 años, víctima de un cáncer de pulmón. Y las letras argentinas, la poesía inolvidable del folclore popular incrementó aquel vacío que fueron dejando Manuel J. Castilla (1980), Jaime Dávalos (1984), Armando Tejada Gómez (1992), Gustavo “Cuchi” Leguizamón (2000).
Pero al igual que ellos, Lima Quintana no se fue del todo. Se fue con el cuerpo asombrado y la voz ronca de gritar que volverá, como prometía en aquella emblemática letra de Zamba para no morir. Él se quedará en sus letras, en la voz del pueblo y los músicos que llevan su palabra imprescindible por los escenarios del país y del mundo.

sábado, 22 de noviembre de 2008

GALEANO, Eduardo: El tiempo


La otra noche, me cuenta Alejandra Adoum, la madre de Alina se estaba preparando para salir. Alina la miraba mientras la madre, sentada ante el espejo, se pintaba los labios, se dibujaba las cejas y se empolvaba la cara. Después la madre se probó un vestido, y otro, y se puso un collar de coral negro, y una peineta en el pelo, y toda ella irradiaba una luz limpia y perfumada. Alina no le quitaba los ojos de encima.
—Cómo me gustaría tener tu edad —dijo Alina.
—En cambio yo... —sonrió la madre— yo daría cualquier cosa por tener cuatro años, como tú.
Aquella noche, al regreso, la madre la encontró despierta. Alina se abrazó fuerte a sus piernas.
—Me das mucha pena, mamá —dijo sollozando.




EDUARDO GALEANO
(Uruguay, 1940)

miércoles, 19 de noviembre de 2008

MONTERROSO, Augusto: La rana que quería ser una rana auténtica


Había una vez una rana que quería ser una rana auténtica, y todos los días se esforzaba en ello.
Al principio se compró un espejo en el que se miraba largamente buscando su ansiada autenticidad. Unas veces parecía encontrarla y otras no, según el humor de ese día o de la hora, hasta que se cansó de esto y guardó el espejo en un baúl.
Por fin pensó que la única forma de conocer su propio valor estaba en la opinión de la gente, y comenzó a peinarse y a vestirse y a desvestirse (cuando no le quedaba otro recurso) para saber si los demás la aprobaban y reconocían que era una Rana auténtica.
Un día observó que lo que más admiraban de ella era su cuerpo, especialmente sus piernas, de manera que se dedicó a hacer sentadillas y a saltar para tener unas ancas cada vez mejores, y sentía que todos la aplaudían.
Y así seguía haciendo esfuerzos hasta que, dispuesta a cualquier cosa para lograr que la consideraran una Rana auténtica, se dejaba arrancar las ancas, y los otros se las comían, y ella todavía alcanzaba a oír con amargura cuando decían que qué buena rana, que parecía pollo.
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Augusto Monterroso
(Guatemala, 1921/2003)
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Augusto Monterroso nació el 21 de diciembre de 1921 en Tegucigalpa, capital de Honduras. Sin embargo, a los 15 años su familia se estableció en Guatemala y desde 1944 fijó su residencia en México, al que se trasladó por motivos políticos.
Narrador y ensayista guatemalteco, empezó a publicar sus textos a partir de
1959, en ese año salió la primera edición de Obras completas (y otros cuentos), conjunto de incisivas narraciones donde comienzan a notarse los rasgos fundamentales de su narrativa: una prosa concisa, breve, aparentemente sencilla que, sin que el lector lo note en una primera lectura, está llena de referencias cultas así como un magistral manejo de la parodia, la caricatura y el humor negro.
Tito, como lo llamaban sus allegados, el gran hacedor de cuentos y fábulas breves, falleció el
7 de febrero de 2003.

domingo, 16 de noviembre de 2008

ALLENDE, ISABEL: EL SEXO Y YO (Capítulo I)



Mi vida sexual comenzó temprano, más o menos a los cinco años, en el kindergarten de las monjas ursulinas, en Santiago de Chile. Supongo que hasta entonces había permanecido en el limbo de la inocencia, pero no tengo recuerdos de aquella prístina edad anterior al sexo. Mi primera experiencia consistió en tragarme casualmente una pequeña muñeca de plástico.
—Te crecerá adentro, te pondrás redonda y después te nacerá un bebé —me explicó mi mejor amiga, que acababa de tener un hermanito. ¡Un hijo! Era lo último que deseaba. Siguieron días terribles, me dio fiebre, perdí el apetito, vomitaba. Mi amiga confirmó que los síntomas, eran iguales a los de su mamá. Por fin una monja me obligó a confesar la verdad.
—Estoy embarazada —admití hipando.
Me vi cogida de un brazo y llevada por el aire hasta la oficina de la Madre Superiora. Así comenzó mi horror por las muñecas Y mi curiosidad por ese asunto misterioso cuyo solo nombre era impronunciable: sexo. Las niñas de mi generación carecíamos de instinto sexual, eso lo inventaron Master y Johnson mucho después. Sólo los varones padecían de ese mal que podía conducirlos al infierno y que hacía de ellos unos faunos en potencia durante todas sus vidas. Cuando una hacía alguna pregunta escabrosa, había dos tipos de respuesta, según la madre que nos tocara en suerte. La explicación tradicional era la cigüeña que venía de París y la moderna era sobre flores y abejas. Mi madre era moderna, pero la relación entre el polen y la muñeca en mi barriga me resultaba poco clara.
A los siete años me prepararon para la Primera Comunión. Antes de recibir la hostia había que confesarse. Me llevaron a la iglesia, me arrodillé detrás de una cortina de felpa negra y traté de recordar mi lista de pecados, pero se me olvidaron todos. En medio de la oscuridad y el olor a incienso escuché una voz con acento de Galicia.
—¿Te has tocado el cuerpo con las manos?
—Sí, padre.
—¿A menudo, hija?
—Todos los días...
—¡Todos los días! ¡Esa es una ofensa gravísima a los ojos de Dios, la pureza es la mayor virtud de una niña, debes prometer que no lo harás más!
Prometí, claro, aunque no imaginaba cómo podría lavarme la cara o cepillarme los dientes sin tocarme el cuerpo con las manos (este traumático episodio me sirvió para "Eva Luna", treinta y tantos años más tarde. Una nunca sabe para qué se está entrenando).
Nací al sur del mundo, durante la Segunda Guerra Mundial en el seno de una familia emancipada e intelectual en algunos aspectos y casi paleolítica en otros. Me crié en el hogar de mis abuelos, una casa estrafalaria donde deambulaban los fantasmas invocados por mi abuela con su mesa de tres patas. Vivían allí dos tíos solteros, un poco excéntricos, como casi todos los miembros de mi familia. Uno de ellos había viajado a la India y le quedó el gusto por los asuntos de los fakires, andaba apenas cubierto por un taparrabos recitando los 999 nombres de Dios en sánscrito. El otro era un personaje adorable, peinado como Carlos Gardel y amante apasionado de la lectura (ambos sirvieron de modelos —algo exagerados, lo admito— para Jaime y Nicolás en "La casa de los espíritus"). La casa estaba llena de libros, se amontonaban por todas partes, crecían como una flora indomable, se reproducían ante nuestros ojos. Nadie censuraba o guiaba mis lecturas y así leí al Marqués de Sade, pero creo que era un texto muy avanzado para mi edad, el autor daba por sabidas cosas que yo ignoraba por completo, me faltaban referencias elementales. El único hombre que había visto desnudo era mi tío, el fakir, sentado en el patio contemplando la luna y me sentí algo defraudada por ese pequeño apéndice que cabía holgadamente en mi estuche de lápices de colores. ¿Tanto alboroto por eso?
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Novelista y periodista chilena nacida en Lima, Perú, en 1942, donde su padre se encontraba destinado como diplomático. Asistió a diversos colegios privados y viajó por varios países antes de regresar a Santiago de Chile para concluir sus estudios y trabajar en la Organización para la Agricultura y la Alimentación (FAO), organismo de las Naciones Unidas. Posteriormente trabajó como periodista, escribió artículos sobre temas sumamente polémicos y también hizo cine y televisión. En 1962 contrajo matrimonio con Miguel Frías, del que habría de divorciarse en 1987, después de haber tenido dos hijos: Paula —que falleció víctima de porfiria, en 1992— y Nicolás. Allende se exilió en 1973 y buscó refugio en Caracas, Venezuela, cuando su tío Salvador Allende, presidente de Chile, murió durante el golpe militar encabezado por el General Augusto Pinochet Ugarte. En el exilio escribió su primera novela La casa de los espíritus (1982), una crónica familiar ambientada en el torbellino de cambios políticos y económicos acontecidos en Latinoamérica. La novela fue bien acogida por la crítica, que vio en ella ciertos elementos propios del realismo mágico, una técnica literaria que consiste en mezclar lo real con lo sobrenatural y cuyo principal exponente es el novelista colombiano galardonado con el Premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez. Esta novela fue llevada al cine por el director danés Bille August en 1993, la que le dio un poderoso impulso de proyección internacional. El director de la película contó con la colaboración de la propia Isabel Allende para elaborar el guion, filme que fue interpretado por un prestigioso elenco, entre los que figuraban Meryl Streep, Glenn Close, Jeremy Irons, Winona Ryder, Antonio Banderas y Vanesa Redgrave. Allende continuó su exploración sobre cuestiones personales y políticas en sus dos siguientes novelas De amor y de sombra (1984) y Eva Luna (1987), y en la colección Cuentos de Eva Luna (1992). Ha sido una de las primeras novelistas latinoamericanas que ha alcanzado fama y reconocimiento a escala mundial. Su exilio concluyó en 1988 cuando los chilenos derrotaron en las urnas al dictador Pinochet y eligieron un presidente democrático. En 1995 publicó Paula, un libro de recuerdos dedicado a su hija. Sus obras, que ocupan siempre los primeros puestos en las listas de ventas no solo americanas sino también europeas, han sido traducidas a más de 25 idiomas.

miércoles, 12 de noviembre de 2008

BENEDETTI, Mario: Un padre nuestro latinoamericano


Padre nuestro que estás en los cielos
con las golondrinas y los misiles
quiero que vuelvas antes de que olvides
cómo se llega al sur de Río Grande


Padre nuestro que estás en el exilio
casi nunca te acuerdas de los míos
de todos modos dondequiera que estés
santificado sea tu nombre
no quienes santifican en tu nombre
cerrando un ojo para no ver las uñas
sucias de la miseria


en agosto de mil novecientos sesenta
ya no sirve pedirte
venga a nos tu reino
porque tu reino también está aquí abajo
metido en los rencores y en el miedo
en las vacilaciones y en la mugre
en la desilusión y en la modorra
en esta ansia de verte pese a todo

cuando hablaste del rico
la aguja y el camello
y te votamos todos
por unanimidad para la Gloria
también alzó su mano el indio silencioso
que te respetaba pero se resistía
a pensar hágase tu voluntad

sin embargo una vez cada tanto
tu voluntad se mezcla con la mía
la domina
la enciende
la duplica
más arduo es conocer cuál es mi voluntad
cuándo creo de veras lo que digo creer
así en tu omnipresencia como en mi soledad
así en la tierra como en el cielo
siempre
estaré más seguro de la tierra que piso
que del cielo intratable que me ignora

pero quién sabe
no voy a decidir
que tu poder se haga o se deshaga
tu voluntad igual se está haciendo en el viento
en el Ande de nieve
en el pájaro que fecunda a su pájara
en los cancilleres que murmuran yes sir
en cada mano que se convierte en puño
claro no estoy seguro si me gusta el estilo
que tu voluntad elige para hacerse
lo digo con irreverencia y gratitud
dos emblemas que pronto serán la misma cosa

lo digo sobre todo pensando en el pan nuestro
de cada día y de cada pedacito de día
ayer nos lo quitaste
dánosle hoy
o al menos el derecho de darnos nuestro pan
no sólo el que era símbolo de Algo
sino el de miga y cáscara
el pan nuestro
ya que nos quedan pocas esperanzas y deudas
perdónanos si puedes nuestras deudas
pero no nos perdones la esperanza
no nos perdones nunca nuestros créditos

a más tardar mañana saldremos a cobrar a los fallutos
tangibles y sonrientes forajidos
a los que tienen garras para el arpa
y un panamericano temblor con que se enjugan
la última escupida que cuelga de su rostro

poco importa que nuestros acreedores perdonen
así como nosotros
una vez
por error
perdonamos a nuestros deudores

todavía
nos deben como un siglo
de insomnios y garrote
como tres mil kilómetros de injurias
como veinte medallas a Somoza
como una sola Guatemala muerta

no nos dejes caer en la tentación
de olvidar o vender este pasado
o arrendar una sola hectárea de su olvido
y ahora que es la hora de saber quiénes somos
y han de cruzar el río
el dólar y su amor contrarrembolso
arráncanos del alma el último mendigo
y líbranos de todo mal de conciencia
amén
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Mario Benedetti
(Uruguay, 1920)

sábado, 8 de noviembre de 2008

BONOMINI, Ángel: El ladrón Alberto Barrio

Alberto barrio fue ladrón. Tenía nueve años y siempre lo mandaban al almacén de Las Heras y Azcuénaga. Una mañana fue a comprar una latita de azafrán. El almacén estaba desierto. Había olor a lavandina y a garbanzos, a jabón y a queso, un olor mezclado y limpio y, aunque afuera la mañana brillara amarilla de sol, allí parecía la hora de la siesta por las cortinas de lona que cuidaban las sombras y el fresco.
Como en una tarea secreta, don José apilaba con geométrica precisión una torre de tabletas de chocolate Águila. Ante la mirada estupefacta de Barrrio levantaba una torre hueca de amarga delicia, edificio que no guardaba otro tesoro que sus propios muros.
Al día siguiente volvió al almacén. Había mucha gente y aceptó con gratitud la espera. Primero contempló la torre. Después se acercó a ella. Por último la tocó. Sintió un súbito escalofrío cuando sus dedos, involuntariamente, comprobaron que una tableta estaba suelta. Era fácil sacarla sin que la torre se derrumbara. Lo atendieron, pagó y se fue.
La batalla duró un mes. La fascinación y la ceguera del peligro lo pasearon por el placer y la angustia. A veces, sentía el secreto como una riqueza. A veces se le resolvía en catástrofe: lo sorprendían robando, lo perseguían, lo apresaban, no volvía a ver a su madre ni a sus hermanos, le ponían un uniforme y lo condenaban a la soledad y silencio.
Sucesivas correcciones de su conducta lo convirtieron en presidiario, en beatífico renunciante a la tentación, en gozador exclusivo de chocolate, en dadivoso repartidor de barritas entre sus hermanos. Creyó -con confusión- que pensar el mal era igual que ejercerlo, que la tentación era el pecado mismo. Que después de haberlo pensado, robar o dejar de hacerlo no modificaba su responsabilidad. No desestimó la posibilidad de que adivinaran su proyecto y lo arrestaran. Durante un mes, cada día, vio la pila, se cercioró de la presencia de la tableta suelta, leyó en la cobertura la incomprensible aseveración de que el peso neto era de media libra, hizo sus compras y regresó a su casa. No llevársela era casi tan terrible como robarla. Elaboró varios planes: emplear una bolsa; valerse del amplio bolsillo del impermeable; usar una tricota. Visitó febrilmente una serie de horrores: don José lo veía por un espejo cuando ponía el paquete en la bolsa; o se le caía del bolsillo del impermeable; o una mujer lo delataba al verlo cometer el robo. Y así lo cometió una y mil veces sin soslayar la delectación del riesgo que lo hacía dar bruscos saltos en la cama mientras robaba y volvía a robar la golosina. Y una y mil veces desechó la horrible idea para recobrar la calma que le permitiera la tregua del sueño.
En el colegio empezó a dibujar torres octogonales que guardaban su secreto. Con delirante fantasía llegó a verse escondido detrás del mostrador durante una noche entera, concretar el robo y no tener después cómo salir del negocio. Para ese momento, denunciada su ausencia, la policía lo buscaba. Hasta que de pronto un vigilante entraba en el almacén y bajo el poderoso foco de la linterna policial era sorprendido con el chocolate en la mano. Y vuelta otra vez a la odiada y temida prisión con el uniforme y la soledad.
Una mañana, la madre repitió el encargo: una latita de azafrán El Riojano. La reiteración del hecho, sumada a la fortuita coincidencia de que ese día también había un sol muy pleno, se le manifestó a Barrio al principio como un signo inextricable. Pronto lo interpretó como el fin de su condena: debía robar la tableta.
Pidió el azafrán. No estaban sino el almacenero y él en el local. Barrio se encontraba junto a la pila y pensó fugazmente que almacén debería llamarse el lugar donde se encuentra el alma. El viejo se agachó detrás del mostrador. Barrio tomó la tableta y la largó por la abertura de su camisa. El paquete se deslizó contra su pecho y quedó retenido por el cinturón. En el momento en que el objeto robado recorría su piel, el almacenero se levantaba. "¿Qué más?", preguntó el hombre. "Nada más", respondió el ladrón.
Con las piernas flojas, que no obedecían a su voluntad sino a su costumbre, salió del almacén. Se metió en su casa. Desde la puerta de la calle hasta la de su departamento se alargaba un estrecho y profundo corredor. También por allí lo llevaron de memoria sus piernas. Apenas aceptó la realidad de que el corredor estuviera desierto cuando, antes de meterse en el departamento, se volvió seguro de ver a los mil veces imaginados vigilantes. Entregó el azafrán a su madre y se encerró en el baño. Primero se lavó las manos y la cara. No quiso mirarse en el espejo por miedo de haber cambiado de rostro. Se sentó en el borde de la bañadera y sacó el paquete que se había calentado por el contacto con su cuerpo. Lo abrió cuidadosamente. Primero, la cobertura amarilla que ostentaba la imagen de un águila con las alas desplegadas, después el papel plateado. pero no había chocolate. Era una tableta de madera.
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Ángel Bonomini
Argentina, 1929/1994
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Ángel Bonomini nace en Buenos Aires el 13 de octubre de 1929. A los 18 años publica su primer libro de poesías, Primera enunciación, género en el que profundiza en sus siguientes tres obras: Argumento del enamorado, Las leyes del júbilo y El mar. Si bien luego de la publicación de estos cuatro títulos Bonomini se inclinó más sostenidamente por el cuento, nunca abandonó por completo la poesía, publicando en 1982 Torres para el silencio y en 1991 De lo oculto y lo manifiesto.
Prosista de estilo sobrio, riguroso, despojado de adornos innecesarios, admirado por Borges y Bioy Casares. A Bonomini se lo recuerda como el último representante de lo que en Argentina se conoció como literatura fantástica. Su debut en este género se da en 1972 con el libro de relatos Los novicios de Lerna, que mereció el primer premio municipal; el autor obtuvo también la beca Fullbright y en 1974, el premio de la Fundación Lorenzutti, esta última distinción, en realidad, por su labor como crítico de arte, que ejercía en La Nación, diario al que había ingresado como periodista al regreso de una larga temporada en los Estados Unidos, donde se desempeñó como traductor en la revista Life en español.
A Los novicios de Lerna siguen El libro de los casos (1975), Los lentos elefantes de Milán (1978), Zodíaco (1981), Cuentos de amor (1982), Historias secretas (1985) y Más allá del puente, editado en forma póstuma en 1996. En 1983, su cuento "Memoria de Punkal" fue seleccionado entre los ocho mejores enviados desde los países de lengua española al Primer Concurso Internacional Juan Rulfo, organizado en París por el Ministerio de Cultura de Francia y la Casa de la Cultura de México. Jorge Luis Borges lo seleccionó, además, como el autor del mejor cuento "Iniciación del miedo" entre 2700 trabajos presentados a un certamen del género.
Ángel Bonomini muere en 1994.