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sábado, 28 de noviembre de 2009

VINICIUS DE MORAES: Breve consideración al margen del año asesino de 1973


Qué año tan sin criterio
este del setenta y tres,
que se llevó al cementerio
a tres Pablos a la vez.

Pablazos y no pablitos
en el tiempo y en el espacio,
Pablos de muchos caminos:
Neruda, Casals, Picasso.

Tres Pablos que se empeñaron
contra el fascismo español,
tres Pablos que tanto amaron,
tres Pablos llenos de sol.

Un trío de inmensos Pablos
en genio y en osadía,
hecho de gracia y trabajo,
pincel, arco y caligrafía.

Tres Pablos muy difundidos,
Casals, Picasso, Neruda;
tres Pablos de mucho nombre,
tres Pablos de tanta ayuda.

Tres líderes cuya muerte
el mundo entero sintió…
Oh, año triste y sin suerte
¡LA PUTA QUE TE PARIÓ!

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Vinicius de Moraes
(Brasil, 1913/1980)

domingo, 22 de noviembre de 2009

CONTI, Haroldo: Perdido

El tren salía a las ocho o tal vez a las ocho y media. Recién diez minutos antes enganchaban la locomotora pero de cualquier forma el tío se ponía nervioso una hora antes. Todos los del pueblo eran así. Apenas llegaban y ya estaban pensando en la vuelta. Su padre había hecho lo mismo. La mitad del tiempo pensaba en las gallinas, que comían a su hora, o en el perro, que había dejado en lo del vecino. Para él, Buenos Aires era la Torre de los Ingleses, Alem, la avenida de Mayo y, por excepción, el monumento a Garibaldi, en Plaza Italia, porque la primera vez que vino, con la vieja, se extraviaron y fueron a parar allí. Se sacaron una foto y el tipo de la máquina los puso en un tranvía que los llevó a Retiro. De cualquier forma llegaron una hora antes y con todo estaban tan excitados que casi se meten en otro tren.
Mientras cruzaba la Plaza Británica con aquella torre que de alguna manera presidía su vida, vista o entrevista a cualquier hora del día en que pisó Buenos Aires, y luego los años y toda la perra vida, y ahora esa vieja tristeza que le nacía de adentro, bueno, y la torre siempre allí, como el primer día. Mientras cruzaba la plaza, pues, vio al tío por anticipado en un rincón del hall del Pacífico (ellos todavía decían Pacífico) encogido dentro del sobretodo que olía a tabaco, con la valija de cartón imitación cuero a un lado y un montón de paquetes sobre las rodillas, manoseando el boleto de segunda dentro del bolsillo para asegurarse de que todavía seguía allí.
Lo había llamado dos o tres veces desde el hotel Universo pero él estaba fuera y la muchacha entendió las cosas a medias. Después trató de llegar hasta la casa, a pie, por supuesto, pues los troles y los colectivos lo espantaban. Se había extraviado en algún punto de Leandro Alem y antes de perder de vista la Plaza Británica prefirió volver a Retiro y esperar el tren.
Hacía un par de años que Oreste no veía al tío pero estaba seguro de encontrarlo igual. La misma cara blanca y esponjosa salpicada de barritos y de pelos con aquellos ojos deslumbrados que se empequeñecían cuando miraba algo fijo, el moñito a lunares marchito y grasiento, el mismo sobretodo negro con el cuello de terciopelo, el chambergo alto y aludo que se calzaba con las dos manos y el par de botines con elásticos.
La estación Pacífico se había empequeñecido con los años. Eso parecía, al menos. En realidad era un mísero galpón con un par de andenes mal iluminados. En otro tiempo, sin embargo, vio a todo aquello coloreado por una luz misteriosa. La propia gente estaba impregnada de esa luz. Era espléndida, leve y gentil, como si no fuera a cambiar ni a morir nunca y la estación lucía como un circo. Pero la gente había cambiado de cualquier forma y la vieja estación Pacífico lucía ahora como lo que era, un mísero galpón de chapas lleno de ruidos y olor a frito.
Vio al tío en un banco, debajo del horario de trenes. Parecía muy pequeño e insignificante. Tenía las manos metidas en los bolsillos, las piernas bien juntas, un paraguas sobre las rodillas y la mirada perdida en el aire.
Miraba en su dirección pero no lo veía. No veía nada.
Reaccionó cuando lo tuvo delante.
—¡Oreste!
Se abrazaron y se besaron, de acuerdo a la vieja costumbre. Oreste dejó que el tío lo palmeara un buen rato. Tenía ese olor familiar, un olor masculino que evocaba a aquellos hombres reservados de su infancia que le sonreían, con breve indulgencia, como el tío Ernesto, grande como un ropero y delante del cual tragaba saliva invariablemente; o el gran tío Agustín, la única vez que lo vio el día que vino de Bragado en aquel Ford A con cadenas que echaba una nube de vapor por el gollete del radiador; o al propio tío Bautista cuando era el mismo por entero y no apenas esta sombra.
Se apartaron y el tío pregunto sin soltarle los brazos:
—¿Cómo va?
—Bien, bien.
Se miraron y sonrieron un rato y después se volvieron a abrazar.
—Y usted, ¿qué tal?
—Bien, bien.
—¿La tía?
—Y, bien...
Le puso una mano sobre un hombro y lo miró largamente. Oreste sonrió despacio. Estaba acostumbrado a aquel estilo.
—¿A qué hora sale el tren?
—A las ocho y media.
—Son las siete y cuarto. Vamos a tomar algo.
—No... mejor nos quedamos aquí. ¿A dónde vamos a ir? Entre que arriman el tren, y enganchan la locomotora se va el tiempo.
—Sí, pero nosotros no tenemos nada que ver en todo eso. Vamos.
—¿Y a dónde? No hagas cumplidos conmigo, hijo.
Estuvieron forcejeando un rato hasta que por fin lo convenció y se metieron en el bar de la estación. Consiguieron un lugar desde el cual, a través de una perspectiva complicada, veían un pedazo del andén número 4.
Oreste pidió hesperidina y el tío, a fuerza de insistir, un Cinzano con bíter.
—¿Cómo se largó hasta aquí?
—¡Eh!... Hacia tiempo que lo tenía pensado.
El tío miró el reloj del bar y puso cara de espanto.
—Está parado —dijo Oreste sujetándolo por un brazo.
No parecía convencido. Sacó y examinó el viejo Tissot con agujas orientales.
—¿Que te decía?... ¡Ah, si! Vine a ver a mi primo, Vicente. Hacía seis años que no lo veía. Somos del mismo pueblo, Baigorrita. Le estaba prometiendo siempre. Que hoy, que mañana. Sorbió un traguito de Cinzano.
—Está viejo. Casi no lo conozco.
Permaneció un rato en silencio con el mismo gesto abstraído que tenía cuando esperaba en el hall.
—¿Qué tal? ¿Cómo va eso? —volvió a preguntar con desgano.
—Bien, bien.
—¿Se progresa?
—Se progresa.
Se miraron con afecto, sonrieron y callaron.
El tío había sido siempre así. El tío y todos ellos.
—Traje una punta de encargues. La tía me pidió unas latas de "Sal de Hunt". Hace más de un año que anda detrás de eso. Fui a buscarlas a Junín hace dos meses. No... en noviembre. Hace cuatro meses.
—¿Para qué sirve? ,
—Para el estómago. Es una gran cosa. La gente toma ahora toda clase de porquerías, pero esto es realmente bueno.
Silbó una locomotora y el tío se alarmó.
—Falta todavía.
Volvió a mirar el reloj y sorbió otro poco de Cinzano.
—Bueno, fui a la Franco-Inglesa y conseguí todo lo que quise. Le mostré el tarrito al tipo y me dijo: "¿Cuántos quiere?". Apenas lo miró. ¿Te das cuenta?
Dentro de un rato iba a desaparecer en la ventanilla de un vagón de segunda y no lo vería hasta dentro de cuatro o cinco años. Había otros cinco antes de ahora. Su viejo desapareció así un día y no lo vio más.
—¿Qué tal todo aquello? —preguntó Oreste después de un rato.
Todo aquello. Era un roce lastimero, un crepitar de años envejecidos, una pregunta hecha a sí mismo, a un negro hoyo de sombras.
—Igual.
—¿Los muchachos?
—Siempre igual.
Callaron otra vez.
El tío hizo girar la copa y sorbió el último trago.
—¿Qué hora es?
—Las ocho menos cuarto.
El tío sacó el reloj y lo observó inquieto.
—Casi menos diez. ¿Vamos?
Oreste dudó un rato.
—Vamos.
Estaban enganchando la locomotora. El tío recogió los paquetes y las valijas y comenzó a caminar apresuradamente hacia el andén número 4. Parecía haberlo olvidado.
Oreste trató de tomarle la valija y el tío lo miró con extrañeza.
—Está bien, muchacho. No te molestes.
—Dele saludos a la tía. A todos.
—Gracias, querido. Gracias.
Corrieron a lo largo del tren tropezando con los tipos de segunda que corrían a su vez como si la estación se les fuera a caer encima y metían por las ventanillas los chicos o las valijas para conseguir asiento. El tío trepó a uno de los vagones cerca de la locomotora y al rato sacó la cabeza por una ventanilla.
—¿Cuándo vas a ir por allá? —preguntó mirando más bien a la gente que se apiñaba sobre el andén.
—Apenas pueda.
—Tenés que ir, eso es. ¿Cuándo dijiste?
—Cuando pueda.
El tío se apartó un momento para acomodar la valija. Después se sentó en la punta del banco y permaneció en silencio.
Se miraron una vez y el tío sonrió y dijo:
—¡Oreste! . . .
Él sonrió también, desde muy lejos, al borde del andén.
Sonó la campana y el tío asomó apresuradamente medio cuerpo por la ventanilla.
—¡Chau, querido, chau! —dijo y lo besó en la mejilla como pudo.
Trató de besarlo a su vez pero ya se había sentado.
El tren se sacudió de punta a punta. El tío agitó una mano y sonrió seguro.
Oreste corrió un trecho a la par del tren. Corría y miraba al tío que sonreía satisfecho, como aquellos hombres de la infancia.
Luego el tren se embaló y Oreste levantó una mano que no encontró respuesta.
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HAROLDO CONTI
(Bs. As., 1925/Desaparecido desde 1976)
del libro "Con otra gente", © Centro Editor de América Latina, 1972

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Haroldo Conti nació en Chacabuco, Provincia de Buenos Aires el 25 de mayo de 1925. Fue maestro rural, actor, director teatral aficionado, seminarista, empresario de transportes, piloto civil, profesor de filosofía. Estuvo también vinculado a la actividad cinematográfica como guionista, y en calidad de tal trabajó en La muerte de Sebastián Arache, un film de Nicolás Sarquis.
Su novela Alrededor de la jaula recibió en 1966 el premio del concurso hispanoamericano convocado por la Universidad de Veracruz, y fue más tarde llevada al cine por Sergio Renán con el nombre de Crecer de golpe. Recibió también el Premio de la Casa de las Américas por Mascaró, el cazador americano, el premio de la revista Life, Fabril Editora y el municipal de la Ciudad de Buenos Aires.
Su obra narrativa, nutrida en sus tan disímiles experiencias, posee una rara densidad descriptiva que por momentos se torna casi lírica, y un manejo poco usual del mundo de los afectos simples, que elude todo sentimentalismo fácil.
Fue secuestrado en la madrugada del 5 de Mayo en 1976 por la dictadura militar y hasta el día de hoy permanece en la lista de desaparecidos.

martes, 17 de noviembre de 2009

CORTÁZAR, Julio: Continuidad de los parques

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
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domingo, 15 de noviembre de 2009

PIGLIA, Ricardo: La honda

No me dejo engañar por los chicos. Sé que mienten, que siempre están poniendo cara de inocentes y por atrás se ríen de todo el mundo.
Lo que pasó ese día fue que ellos no imaginaban que mi patrón y yo habíamos decidido trabajar, a pesar del domingo.
Por eso cruzamos el camino de tierra hacia el depósi­to del fondo.
Me acuerdo que por la calle andaba un coche de propaganda con los altoparlantes en el techo; y que yo escuché la música hasta que doblamos y el paredón apa­gó el ruido, de golpe.
Entonces el viento nos arrimó las voces y las risas. Cuando los descubrimos se acurrucaron, tratando de disimularse entre los fierros, pero ya era tarde.
Ninguno de los cuatro pasaba de los doce años. Se metían a robar pedazos de plomo para tirarlos con la honda.
Dijeron que estaban allí porque Nacho les aseguró que era amigo del patrón y que el patrón le daba per­miso para juntar el plomo entre los desechos.
Mi patrón les quitó las hondas que les colgaban del cuello v las tiró al foso de cemento en el que antes, cuan­do el taller estaba allí y no sobre la avenida, engrasaban los coches desde abajo.
Los pibes empezaron a barrer, como les ordenó el patrón en escarmiento.
Mientras barrían les preguntó si sabían leer. Los cuatro sabían y los cuatro habían leído el cartel:
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PROHIBIDA LA ENTRADA
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Pero se metieron por culpa de Nacho que les dijo, repitieron, que era amigo del patrón.
Nacho, flaco y morocho, barría en silencio.
Teníamos que desarmar unas puertas de chapa para poder arreglar el techo del galpón de lavado. El más alto de los cuatro chicos me ayudaba por orden del pa­trón. Trabajaba concentrado y me trataba de “señor”.
Ablandamos los clavos y los arrancamos con la ba­rreta “cocodrilo”. Después sacamos las chapas y las amon­tonamos en un costado. Cortamos los tirantes, dos lar­gos y dos cortos, y empezamos a preparar el soporte.
Trabajamos la madera al borde del foso para poder serruchar hacia abajo sin peligro de tocar el suelo y mellar el serrucho. El pibe sostenía fuerte el tirante y me miraba de reojo.
Al rato pareció animarse y me dijo, muy serio:
—Señor, ¿me deja agarrar la honda?
—Yo no tengo nada que ver. Si fuera por mí estaríamos durmiendo la siesta. Preguntale al patrón, si él te la da —le contesté.
Siguió ayudando, serio y concentrado. Daba risa con su cara de preocupación. Parecía el jefe de la barra y de vez en cuando miraba a los otros, como para tran­quilizarlos.
Seguimos trabajando bajo el sol. Armamos el sopor­te y nos pusimos a clavar las chapas. Cada tanto levan­taba la cabeza y me miraba sin hablar, serio, con la frente brillante de sudor. Me molestaba ese modo que tenía de mirarme, como si yo tuviera la culpa y él me exigiera la honda trenzada, de horqueta de palo, que veíamos abajo, en el antiguo foso de engrase.
Por fin le dije:
—Cuando tire el martillo bajás a buscarlo y agarrás la honda.
Sonrió y siguió sosteniendo el tirante sobre el que yo martillaba cansado.
El martillo golpeó contra el piso con un ruido sordo.
—Che, pibe, bajá a buscar el martillo —le grité.
Bajó corriendo la escalera manchada por el sol. Des­de arriba parecía muy fuerte. Se le veían los hombros y la cabeza despeinada.
Me pareció que el patrón había dejado de trabajar.
El chico se agachó buscando la honda.
Esperé que se la guardara, apurado, entre la camisa y el pecho; entonces me di vuelta y le grité a mi patrón:
—Patrón, el chico se escondió la honda en la camisa.
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Ricardo Piglia
(de La invasión, 1967)
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Ricardo Piglia nació en Adrogué, provincia de Buenos Aires en 1941. Más tarde, en 1955 y debido a "una historia política, una cosa de rencores y odios barriales", su familia se mudó a Mar del Plata, en donde Piglia descubriría a Steve Ratliff ("un yanqui extraño"), el mar y el mundo literario. En 1967 apareció su primer libro de relatos, La invasión, premiado por Casa de las Américas. En 1975 publicó Nombre falso, un libro de relatos que ha sido traducido al francés y al portugués. En 1980 apareció Respiración artificial, de gran repercusión en el ambiente literario y considerada como una de las novelas más representativas de la nueva literatura argentina. Su siguiente novela Ciudad ausente, demoró doce años en aparecer. Basado en esta novela, Piglia elaboró en 1995 el texto de una ópera con música de Gerardo Gandini.
Piglia recibió, en noviembre de 1997, el Premio Planeta por su novela Plata quemada. El premio está dotado de 40.000 dólares y fue otorgado a la novela de Piglia por unánime decisión del jurado integrado los escritores Augusto Roa Bastos, Mario Benedetti, Tomás Eloy Martínez y María Esther de Miguel.
Junto a su obra de ficción, Piglia ha desarrollado una tarea de crítico y ensayista, publicando textos sobre Arlt, Borges, Macedonio Fernández, Sarmiento y otros escritores argentinos.
Vive en Buenos Aires.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

RULFO, Juan: Es que somos muy pobres

Aquí todo va de mal en peor. La semana pasada se murió mi tía Jacinta, y el sábado, cuando ya la habíamos enterrado y comenzaba a bajársenos la tristeza, comenzó a llover como nunca. A mi papá eso le dio coraje, porque toda la cosecha de cebada estaba asoleándose en el solar. Y el aguacero llegó de repente, en grandes olas de agua, sin darnos tiempo ni siquiera a esconder aunque fuera un manojo; lo único que pudimos hacer, todos los de mi casa, fue estarnos arrimados debajo del tejaván, viendo cómo el agua fría que caía del cielo quemaba aquella cebada amarilla tan recién cortada.
Y apenas ayer, cuando mi hermana Tacha acababa de cumplir doce años, supimos que la vaca que mi papá le regaló para el día de su santo se la había llevado el río.
El río comenzó a crecer hace tres noches, a eso de la madrugada. Yo estaba muy dormido y, sin embargo, el estruendo que traía el río al arrastrarse me hizo despertar en seguida y pegar el brinco de la cama con mi cobija en la mano, como si hubiera creído que se estaba derrumbando el techo de mi casa. Pero después me volví a dormir, porque reconocí el sonido del río y porque ese sonido se fue haciendo igual hasta traerme otra vez el sueño.
Cuando me levanté, la mañana estaba llena de nublazones y parecía que había seguido lloviendo sin parar. Se notaba en que el ruido del río era más fuerte y se oía más cerca. Se olía, como se huele una quemazón, el olor a podrido del agua revuelta.
A la hora en que me fui a asomar, el río ya había perdido sus orillas. Iba subiendo poco a poco por la calle real, y estaba metiéndose a toda prisa en la casa de esa mujer que le dicen la Tambora. El chapaleo del agua se oía al entrar por el corral y al salir en grandes chorros por la puerta. La Tambora iba y venía caminando por lo que era ya un pedazo de río, echando a la calle sus gallinas para que se fueran a esconder a algún lugar donde no les llegara la corriente.
Y por el otro lado, por donde está el recodo, el río se debía de haber llevado, quién sabe desde cuándo, el tamarindo que estaba en el solar de mi tía Jacinta, porque ahora ya no se ve ningún tamarindo. Era el único que había en el pueblo, y por eso nomás la gente se da cuenta de que la creciente esta que vemos es la más grande de todas las que ha bajado el río en muchos años.
Mi hermana y yo volvimos a ir por la tarde a mirar aquel amontonadero de agua que cada vez se hace más espesa y oscura y que pasa ya muy por encima de donde debe estar el puente. Allí nos estuvimos horas y horas sin cansarnos viendo la cosa aquella. Después nos subimos por la barranca, porque queríamos oír bien lo que decía la gente, pues abajo, junto al río, hay un gran ruidazal y sólo se ven las bocas de muchos que se abren y se cierran y como que quieren decir algo; pero no se oye nada. Por eso nos subimos por la barranca, donde también hay gente mirando el río y contando los perjuicios que ha hecho. Allí fue donde supimos que el río se había llevado a la Serpentina, la vaca esa que era de mi hermana Tacha porque mi papá se la regaló para el día de su cumpleaños y que tenía una oreja blanca y otra colorada y muy bonitos ojos.
No acabo de saber por qué se le ocurriría a La Serpentina pasar el río este, cuando sabía que no era el mismo río que ella conocía de a diario. La Serpentina nunca fue tan atarantada. Lo más seguro es que ha de haber venido dormida para dejarse matar así nomás por nomás. A mí muchas veces me tocó despertarla cuando le abría la puerta del corral porque si no, de su cuenta, allí se hubiera estado el día entero con los ojos cerrados, bien quieta y suspirando, como se oye suspirar a las vacas cuando duermen.
Y aquí ha de haber sucedido eso de que se durmió. Tal vez se le ocurrió despertar al sentir que el agua pesada le golpeaba las costillas. Tal vez entonces se asustó y trató de regresar; pero al volverse se encontró entreverada y acalambrada entre aquella agua negra y dura como tierra corrediza. Tal vez bramó pidiendo que le ayudaran. Bramó como solo Dios sabe cómo.
Yo le pregunté a un señor que vio cuando la arrastraba el río si no había visto también al becerrito que andaba con ella. Pero el hombre dijo que no sabía si lo había visto. Solo dijo que la vaca manchada pasó patas arriba muy cerquita de donde él estaba y que allí dio una voltereta y luego no volvió a ver ni los cuernos ni las patas ni ninguna señal de vaca. Por el río rodaban muchos troncos de árboles con todo y raíces y él estaba muy ocupado en sacar leña, de modo que no podía fijarse si eran animales o troncos los que arrastraba.
Nomás por eso, no sabemos si el becerro está vivo, o si se fue detrás de su madre río abajo. Si así fue, que Dios los ampare a los dos.
La apuración que tienen en mi casa es lo que pueda suceder el día de mañana, ahora que mi hermana Tacha se quedó sin nada. Porque mi papá con muchos trabajos había conseguido a la Serpentina, desde que era una vaquilla, para dársela a mi hermana, con el fin de que ella tuviera un capitalito y no se fuera a ir de piruja como lo hicieron mis otras dos hermanas, las más grandes.
Según mi papá, ellas se habían echado a perder porque éramos muy pobres en mi casa y ellas eran muy retobadas. Desde chiquillas ya eran rezongonas. Y tan luego que crecieron les dio por andar con hombres de lo peor, que les enseñaron cosas malas. Ellas aprendieron pronto y entendían muy bien los chiflidos, cuando las llamaban a altas horas de la noche. Después salían hasta de día. Iban cada rato por agua al río y a veces, cuando uno menos se lo esperaba, allí estaban en el corral, revolcándose en el suelo, todas encueradas y cada una con un hombre trepado encima.
Entonces mi papá las corrió a las dos. Primero les aguantó todo lo que pudo; pero más tarde ya no pudo aguantarlas más y les dio carrera para la calle. Ellas se fueron para Ayutla o no sé para dónde; pero andan de pirujas.
Por eso le entra la mortificación a mi papá, ahora por la Tacha, que no quiere vaya a resultar como sus otras dos hermanas, al sentir que se quedó muy pobre viendo la falta de su vaca, viendo que ya no va a tener con qué entretenerse mientras le da por crecer y pueda casarse con un hombre bueno, que la pueda querer para siempre. Y eso ahora va a estar difícil. Con la vaca era distinto, pues no hubiera faltado quien se hiciera el ánimo de casarse con ella, solo por llevarse también aquella vaca tan bonita.
La única esperanza que nos queda es que el becerro esté todavía vivo. Ojalá no se le haya ocurrido pasar el río detrás de su madre. Porque si así fue, mi hermana Tacha está tantito así de retirado de hacerse piruja. Y mamá no quiere.
Mi mamá no sabe por qué Dios la ha castigado tanto al darle unas hijas de ese modo, cuando en su familia, desde su abuela para acá, nunca ha habido gente mala. Todos fueron criados en el temor de Dios y eran muy obedientes y no le cometían irreverencias a nadie. Todos fueron por el estilo. Quién sabe de dónde les vendría a ese par de hijas suyas aquel mal ejemplo. Ella no se acuerda. Le da vueltas a todos sus recuerdos y no ve claro dónde estuvo su mal o el pecado de nacerle una hija tras otra con la misma mala costumbre. No se acuerda. Y cada vez que piensa en ellas, llora y dice: “Que Dios las ampare a las dos.”
Pero mi papá alega que aquello ya no tiene remedio. La peligrosa es la que queda aquí, la Tacha, que va como palo de ocote, crece y crece y que ya tiene unos comienzos de senos que prometen ser como los de sus hermanas: puntiagudos y altos y medio alborotados para llamar la atención.
—Sí —dice—, le llenará los ojos a cualquiera dondequiera que la vean. Y acabará mal; como que estoy viendo que acabará mal.
Ésa es la mortificación de mi papá.
Y Tacha llora al sentir que su vaca no volverá porque se la ha matado el río. Está aquí a mi lado, con su vestido color de rosa, mirando el río desde la barranca y sin dejar de llorar. Por su cara corren chorretes de agua sucia como si el río se hubiera metido dentro de ella.
Yo la abrazo tratando de consolarla, pero ella no entiende. Llora con más ganas. De su boca sale un ruido semejante al que se arrastra por las orillas del río, que la hace temblar y sacudirse todita, y, mientras, la creciente sigue subiendo. El sabor a podrido que viene de allá salpica la cara mojada de Tacha y los dos pechitos de ella se mueven de arriba abajo, sin parar, como si de repente comenzaran a hincharse para empezar a trabajar por su perdición.
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(de El Llano en llamas, 1953)
(México, 1918-1986)
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Juan Rulfo nació el 16 de mayo de 1918 en Sayula, en el Estado de Jalisco y como escritor se integró al grupo de escritores que crearon un universo propio, para convertirlo en escenario donde se desarrollan sus historias. Comala es el universo personal de Juan Rulfo. Transcurrió su infancia entre su pueblo natal y San Gabriel (la actual Ciudad Venustiano Carranza), donde realizó sus primeros estudios y pudo contemplar algunos episodios de la sublevación cristera, violento levantamiento opositor a las leyes promulgadas por el presidente Calles para prohibir las manifestaciones públicas del culto y subordinar la Iglesia al Estado. Rulfo vivió en San Gabriel hasta los diez años, en compañía de su abuela, para ingresar luego en un orfanato donde permaneció cuatro años más, pero cuando apenas había cumplido los ocho, ya había leído los libros de la biblioteca parroquial que el sacerdote del pueblo puso al cuidado de su abuela.
A los dieciséis de edad, intentó ingresar en la Universidad de Guadalajara, pero una huelga estudiantil que duró año y medio, se lo impidió. En Guadalajara publicó sus primeros textos y poco después se trasladó a la Ciudad de México que se convirtió en su residencia regular.
Intentó de nuevo entrar en la universidad, para estudiar en la Facultad de Derecho pero fracasó en los exámenes para el ingreso y se vio obligado a trabajar. Trabajó en la Secretaria de Gobernación como agente de inmigración, primero en la capital y luego en Tampico y Guadalajara. En esta etapa de su vida entró en contacto con gente que hablaba peculiares dialectos en diversas regiones. Más tarde fue enviado al Archivo de Migración.
Juan Rulfo se desempeñó en oficios diversos. Fue empleado en una compañía que fabricaba llantas de hule, dirigió y coordinó diversos para el Departamento Editorial del Instituto Nacional Indigenista, y fue asesor literario del Centro Mexicano de Escritores. La obra de Juan Rulfo es escasa pero de gran calidad narrativa y ha sido también traducida a numerosos idiomas. Sus dos libros le ha valido reconocimiento mundial concretado en premios como el Nacional de Letras (1970) y el Príncipe de Asturias de España (1983); extranjeros. En 1953 apareció El llano en llamas, que incluye diecisiete cuentos narrativos que giran todas en torno a la vida de los campesinos mexicanos. En 1955, aparece Pedro Páramo, la única novela que escribió Juan Rulfo, en la cual surge Comala como el escenario donde se desatan las pasiones humanas. En 1980 publicó la narración El gallo de oro, a partir de entonces y aunque él mismo se encargó de anunciar la inminente publicación de nuevos libros, eso nunca ocurrió. Varios de sus relatos han sido llevados al cine, como El despojo y La fórmula secreta, corto y mediometraje respectivamente, habiendo intervenido como actor cinematográfico en alguna ocasión. Murió el 7 de enero de 1986, en la ciudad de México.

domingo, 8 de noviembre de 2009

La noche en que fusilen poetas y cantores
por haber traicionado, por haber corrompido
la música y el polen, los pájaros y el fuego,
quizás a mí me salven estos versos que digo...
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Antonio Esteban Agüero
(San Luis, Argentina, 1917-1970)

jueves, 5 de noviembre de 2009

ECO, Umberto: La misteriosa llama de la reina Loana

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(Fragmentos de "La misteriosa llama de la reina Loana". Bs. Aires, Lumen, 2005.)
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LOS LIBROS...
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—… ¿Leía mucho? (preguntó Yambo a su esposa al intentar recordar algo sobre sí mismo).
—Eres un lector incansable. Con una memoria de hierro. Sabes un montón de poesías de memoria.
—¿Escribía?
—Nada tuyo. Soy un genio estéril, decías; en este mundo o se lee o se escribe, los escritores escriben por desprecio hacia los colegas, para tener de vez en cuando algo bueno que leer.
—Tengo muchos libros. Perdona, tenemos.
—Aquí hay cinco mil. Y siempre aparece el tonto de turno que entra y dice cuántos libros leyó usted, ¿los ha leído todos?
—¿Y yo?, ¿qué contesto?

—Sueles contestar: ninguno, si no, para qué los tendría aquí, ¿acaso guarda usted las latas de carne tras haberlas vaciado? Los cincuenta mil que ya he leído se los he regalado a las cárceles y a los hospitales. Y el tonto se queda cortado.
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LA RISA...
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La sonrisa irresistible. Pero, ¿por qué te casaste con el hombre que ríe?
—Porque te reías bien, y me hacías reír. De pequeña no paraba de hablar de un compañero de colegio, que si Luigino por aquí, que si Luigino por allá, cada día volvía a casa y contaba algo que había hecho Luigino. Mi madre sospechaba que había algo más, porque un día me preguntó que por qué me gustaba tanto Luigino. Y yo le dije: porque con él me río.
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(Italia, 1932)