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viernes, 30 de julio de 2010

MARTÍNEZ, Guillermo: Billete de mil

Allá viene el tren de las cinco. Quizá fuese la última vez que viajaba en ese tren, la última vez que Wilde-Don Bosco-Bernal. Y qué. No había ni nostalgia ni alivio, solo un tren frenando, el ventarrón caliente, el antiguo estrépito de fierros, las ventanillas de caras aplastadas.
En el andén los demás levantaban del suelo valijas y bolsas de comida y se amontonaban frente a las puertas aún cerradas.
Miró el reloj de la estación, tratando de no ver qué día era: nunca le habían gustado las fechas ni los aniversarios. Nací en el diecinueve, el viejo murió en el treinta y dos, así que fue en el treinta y tres que empecé a trabajar y hoy me jubilé. Porque las fechas son los bordes de agujeros que dan vértigo: uno puede caerse en el medio y en el medio nunca hay nada. Por eso, mejor olvidar que era seis de diciembre, que lo obligaron a hablar, unas palabras aunque sea, se había puesto de pie para decir algo que inevitablemente terminaría en agradecimientos, él, que no quería agradecer nada, pero ellos esperaban más, vio sus caras ansiosas, sus miradas impúdicas; buitres, que llorase, eso querían; lágrimas rodando por la mejilla arrugada, mocos de empleado fiel que se jubila, para poder decir cómo se emocionó don Pascual, pobre viejo.
La puerta se abrió en una andanada de piernas pero él pudo escurrirse, entrar gente en contra, antes que nadie, el cuerpo de perfil, haciendo palanca con el codo, atropellar, abalanzarse sobre aquel asiento libre. De inmediato sobrevino el reflujo, la muchedumbre que se desparramaba, los brazos izándose para colgar los cuerpos, las caras sudorosas, el aire de pronto espeso y caliente como un caldo.
A su lado se había sentado un pibe de la primaria, con el guardapolvo remendado. En el asiento de enfrente, un conscripto estiraba las piernas y se volcaba el birrete sobre los ojos. Por el pasillo, en sentidos opuestos, una gorda y un viejito trataban de alcanzar el asiento desocupado junto al soldado. No se miraban, aunque ambos sabían dónde estaba el otro y calculaban de reojo los pasos que harían falta, los bolsos que deberían esquivar. El viejito llegó primero y desde el asiento le dirigió a la gorda una mirada triunfal, mientras sacaba un pañuelo del bolsillo para secarse la calva brillante.
Se había acabado el espectáculo. Desvió la vista y en el suelo, junto al hierro del banco, vio el billete. Un billete, Dios, de los de mil. Se le había caído al viejo, seguro, cuando sacó el pañuelo.
Miró a los costados; solo caras ajenas, nadie se dio cuenta, así que bastaría estirar un poco más el pie, así, curvar el empeine, así, haciéndose el desentendido, así, pisar el billete. Así. Levantó los ojos cautelosamente; allí estaba la mirada del viejo. ¿Habría visto el zapato sobre el billete? Pero no, era imposible, todo había ocurrido demasiado rápido. Dio vuelta la cara para esquivar aquellos ojos fijos y casi se sonrió; el tren se había puesto en marcha, solo debería esperar a que el viejo se durmiera, duérmete mi viejo, duérmete mi sol, para recoger el billete del suelo, Pascual solo nomás, el tigre pierde el pelo pero no debía preguntarse por qué. Había aprendido hace mucho a no hacerse preguntas. Su padre decía que la conciencia es un lujo de ricos. Por eso, no pensar que los mil pesos son la jubilación del viejo, no ver la mano del viejo dando vuelta el bolsillo vació, el gesto dolorido e inútil.
Wilde, la primera estación. Ojalá que se baje el viejo, viejito lindo, Wilde está lleno de plazas llenas de palomas. Pero no. Y el colimba y el pibe tampoco. De nuevo el traqueteo, pero algo se había vaciado el vagón, ahora por lo menos se podía respirar. La población iba quedando atrás; otra vez los postes de teléfono en la ventanilla. Entornó los párpados casi hasta cerrar los ojos, para desanimar aquella mirada fija. Se dio cuenta, seguro. Aunque no, tranquilo Pascual, se hubiese revisado los bolsillos, ya hubiera dicho algo. Sintió el mínimo crujir del billete bajo su pie y apretó más la pierna; era suyo, ya nadie se lo quitaría.
Parecía más bien como si el viejo tratara de reconocerlo, una de esas largas miradas que hacen memoria, que recuerdan y comparan para decidir si es o no es.
Escuchó un ruido familiar, de tan antiguo casi olvidado, el crepitar de un envoltorio. El pibe comía caramelos. Un súbito furor le hizo desviar la vista. Él también había tenido caramelos a la salida de la escuela. Bastaba decir nombres a la maestra y ábrete frasco. Se vio en puntas de pie, introduciendo una mano reverente y eligiendo los azules, que son de ananá. Por el pasillo avanzaba el guarda.
Dónde habría puesto el maldito boleto, aquí estaba: boleto hasta Bernal. Por qué no le pedía también a los demás, al viejo podría pedírselo, entretenerlo un segundo aunque sea, un descuido bastaría para alzar el billete; pero no, el guarda ya se alejaba, bamboleante, haciendo equilibrio entre las dos filas de asientos.
Bernal, su estación. El tren se detuvo y el calor de la tarde entró por la ventanilla como un nudo desatado. Tenía el pie entumecido, dolorosamente apretado contra el suelo para que no asomara la punta del billete. Aguardó casi con desesperación a que bajase el viejo. Sentía sin verla, como si hubiera estado allí desde siempre, su mirada pegajosa, estancada. Tal vez debiera decirle algo, pero tenía miedo, un temor pueril, como en las salas de espera cuando enfrente hay un mogólico.
El vagón había quedado casi vacío. Él tampoco bajaría. Te voy a seguir hasta Quilmes, viejo atorrante, hasta el infierno si es necesario, a ver si bajás o no bajás. Sintió un hormigueo que le subía desde el pie: se le estaba acalambrando la pierna. Tampoco el pibe había bajado. Ni el conscripto, que aún dormitaba. Lo miró por primera vez. Su cara lisa le resultaba vagamente familiar. Todos los soldados son parecidos debajo del birrete. El servicio militar… El cabo Ortiz, izquierdo, derecho, izquierdo. FAL: F de fusil, A de automático y los judíos son todos comunistas. Había aprendido a estar siempre en el medio, a perderse en el montón, ni demasiado tonto porque te toman de punto, ni demasiado vivo porque el más vivo es el cabo. Ni demasiado laburador porque te quedás los catorce meses, ni demasiado vago porque perdés los francos.
El tren aminoró la marcha; ya llegaban. Ahora tenía el sol sobre la cara, como una mano afiebrada. Apoyó la cabeza en el respaldo del asiento y sintió la camisa húmeda adhiriéndose a la espalda. Una extraña debilidad, es el calor, lo amordazaba blandamente; ya no sentía la pierna, es el calambre, apenas un calambre. Hubo de pronto el chirrido hiriente de los frenos y al mismo tiempo las miradas confabuladas, golpeando todas juntas. Ellos sabían. Lo había sabido desde el principio: el pibe, que ya no comía caramelos, que ahora miraba con insolencia su pierna temblorosa, la cara extendida como un índice, una cara que él había conocido, señorita, señorita, Pascual tiene un billete que no es suyo; el conscripto, que lo miraba con unos ojos neutrales pero resueltos, él solo cumplía órdenes; y el viejo, sobre todo el viejo.
Pero no, era absurdo, culpa del calor. Era la última estación: solo debía aguardar a que bajen, ¡bajen!, esperar a que se fueran, ¡fuera!, solo un poco más y podría recoger el billete y volver a Bernal, a ser un jubilado inofensivo. Pero no se bajaba.
Todos los demás asientos habían quedado vacíos: solo ellos cuatro seguían allí. Escuchó el ruido seco de las puertas al cerrarse. Una oscura certeza le sitió el cuerpo: el tren no regresaría. El viaje recién había empezado. Habría otra estación más adelante y luego otra y otra y ellos nunca se bajarían. Con sus últimas fuerzas apretó el pie sobre el billete. El tren se puso en marcha.
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Guillermo Martínez nació en Bahía Blanca, en 1962. Se doctoró en Ciencias Matemáticas. En 1982 obtuvo el Primer Premio del Certamen Nacional de Cuentos Roberto Arlt con el libro La Jungla sin bestias (inédito). En 1989 obtuvo el Premio del Fondo Nacional de las Artes con el libro de cuentos Infierno Grande (Planeta), que este año fue reeditado. En 2003 apareció el libro de ensayos Borges y la Matemática (Seix Barral), y obtuvo el Premio Planeta Argentina con Crímenes imperceptibles, novela que fue traducida a 35 idiomas y ha sido llevada al cine por el director Alex de la Iglesia, con el título Los crímenes de Oxford. Además publicó La fórmula de la inmortalidad (2005), La muerte lenta de Luciana B. (2007) y Gödel ( para todos) (2009). Uno de sus cuentos ha sido publicado recientemente en el New Yorker.

martes, 27 de julio de 2010

OESTERHELD, Héctor Germán.: El árbol de la buena muerte

María Santos cerró los ojos, aflojó el cuerpo, acomodó la espalda contra el blando tronco del árbol. Se estaba bien allí, a la sombra de aquellas hojas transparentes que filtraban la luz rojiza del sol.
Carlos, el yerno, no podía haberle hecho un regalo mejor para su cumpleaños.
Todo el día anterior había trabajado Carlos, limpiando de malezas el lugar donde crecía el árbol. Y había hecho el sacrificio de madrugar todavía más temprano que de costumbre para que, cuando ella se levantara, encontrara instalado el banco al pie del árbol.
María Santos sonrió agradecida; el tronco parecía rugoso y áspero, pero era muelle, cedía a la menor presión como si estuviera relleno de plumas. Carlos había tenido una gran idea cuando se le ocurrió plantarlo allí, al borde del sembrado.
Tuf-tuf-tuf.
Hasta María Santos llegó el ruido del tractor. Por entre los párpados entrecerrados, la anciana miró a Marisa, su hija, sentada en el asiento de la máquina, al lado de Carlos. El brazo de Marisa descansaba en la cintura de Carlos, las dos cabezas estaban muy juntas: seguro que hacían planes para la nueva casa que Carlos quería construir.
María Santos sonrió; Carlos era un buen hombre, un marido inmejorable para Marisa. Suerte que Marisa no se casó con Laico, el ingeniero aquel; Carlos no era más que un agricultor, pero era bueno y sabía trabajar, y no les hacía faltar nada.
¿No les hacía faltar nada?
Una punzada dolida borró la sonrisa de María Santos.
El rostro, viejo de incontables arrugas, viejo de muchos soles y de mucho trabajo, se nubló.
No. Carlos podría hacer feliz a Marisa y a Roberto, el hijo, que ya tenía 18 años y estudiaba medicina por televisión.
No, nunca podría hacerla feliz a ella, a María Santos, la abuela...
Porque María Santos no se adaptaría nunca —hacía mucho que había renunciado a hacerlo— a la vida en aquella colonia de Marte.
De acuerdo con que allí se ganaba bien, que no les faltaba nada, que se vivía mejor que en la Tierra; de acuerdo con que allí, en Marte, toda la familia tenía un porvenir mucho mejor; de acuerdo con que la vida en la Tierra era ahora muy dura... De acuerdo con todo eso; pero, ¡Marte era tan diferente!...
¡Qué no daría María Santos por un poco de viento como el de la Tierra, con algún "panadero" volando alto!
—¿Duermes, abuela? —Roberto, el nieto, viene sonriente, con su libro bajo el brazo.
—No, Roberto. Un poco cansada, nada más.
—¿No necesitas nada?
—No, nada.
—¿Seguro?
—Seguro.
Curiosa, la insistencia de Roberto; no acostumbraba ser tan solícito; a veces se pasaba días enteros sin acordarse de que ella existía.
Pero, claro, eso era de esperar; la juventud, la juventud de siempre, tiene demasiado quehacer con eso, con ser joven.
Aunque en verdad María Santos no tiene por qué quejarse: últimamente Roberto había estado muy bueno con ella, pasaba horas enteras a su lado, haciéndola hablar de la Tierra.
Claro, Roberto, no conocía la Tierra; él había nacido en Marte, y las cosas de la Tierra eran para él algo tan raro como cincuenta o sesenta años atrás lo habían sido las cosas de Buenos Aires —la capital—, tan raras y fantásticas para María Santos, la muchachita que cazaba lagartijas entre las tunas, allá en el pueblito de Catamarca.
Roberto, el nieto, la había hecho hablar de los viejos tiempos, de los tantos años que María Santos vivió en la ciudad, en una casita de Saavedra, a siete cuadras de la estación.
Roberto le hizo describir ladrillo por ladrillo la casa, quiso saber el nombre de cada flor en el cantero que estaba delante, quiso saber cómo era la calle antes de que la pavimentaran, no se cansaba de oírla contar cómo jugaban los chicos a la pelota, cómo remontaban barriletes, cómo iban en bandadas de guardapolvos al colegio, tres cuadras más allá.
Todo le interesaba a Roberto: el almacén del barrio, la librería, la lechería... ¿No tuvo acaso que explicarle cómo eran las moscas? Hasta quiso saber cuántas patas tenían... ¡Cómo si alguna vez María Santos se hubiera acordado de contarlas! Pero, hoy, Roberto no quiere oírla recordar: claro, debe ser ya la hora de la lección, por eso el muchacho se aparta casi de pronto, apurado.
Carlos y Marisa terminaron el surco que araban con el tractor. Ahora vienen de vuelta.
Da gusto verlos: ya no son jóvenes pero están contentos.
Más contentos que de costumbre, con un contento profundo, un contento sin sonrisas, pero con una gran placidez, como si ya hubieran construido la nueva casa. O como si ya hubieran podido comprarse el helicóptero que Carlos dice que necesitan tanto.
Tuf-tuf-tuf...
El tractor llega hasta unos cuantos metros de ella; Marisa, la hija, saluda con la mano; María Santos solo sonríe; quisiera contestarle, pero hoy está muy cansada.
Rocas ondulantes erizan el horizonte, rocas como no viera nunca en su Catamarca de hace tanto. El pasto amarillo, ese pasto raro que cruje al pisarlo, María Santos no se acostumbró nunca a él. Es como una alfombra rota que se estira por todas partes: por los lugares rotos afloran las rocas, siempre angulosas, siempre oscuras.
Algo pasa delante de los ojos de María Santos.
Un golpe de viento quiere despeinarla.
María Santos parpadea, trata de ver lo que le pasa por delante.
Allí viene otro.
Delicadas, ligeras estrellitas de largos rayos blancos...
¡"Panaderos"!
¡Sí, "panaderos", semillas de cardo, iguales que en la Tierra!
El gastado corazón de María Santos se encabrita en el viejo pecho: ¡"Panaderos"!
No más pastos amarillos: ahora hay una calle de tierra, con algo de pasto verde en los bordes, con una zanja, con veredas de ladrillos torcidos... Callecita de barrio, callecita del recuerdo, con chicos de guardapolvo corriendo para la librería de la esquina, con el esqueleto de un barrilete no terminando de morirse nunca, enredado en un hilo de teléfono.
María Santos está sentada en la puerta de su casa, en su silla de paja, ve la hilera de casitas bajas, las más viejas tienen jardín al frente, las más modernas son muy blancas, con algún balcón cromado, el colmo de la elegancia.
"Panaderos" en el viento, viento alegre que parece bajar del cielo mismo, desde aquellas nubes tan blancas y tan redondas...
"Panaderos" como los que perseguía en el patio de tierra del rancho allá en la provincia.
¡"Panaderos"!
El pecho de María Santos es un gran tumulto gozoso.
"Panaderos" jugando en el aire, yendo a lo alto...
Carlos y Marisa han detenido el tractor.
Roberto, el hijo, se les junta, y los tres se acercan a María Santos.
Se quedan mirándola.
—Ha muerto feliz... Mira, parece reírse.
—Sí... ¡Pobre doña María!...
—Fue una suerte que pudiéramos proporcionarle una muerte así.
—Sí... Tenía razón el que me vendió el árbol, no exageró en nada: la sombra mata en poco tiempo y sin dolor alguno, al contrario...
—¡Abuela!... ¡Abuelita!...

Héctor Germán Oesterheld nació el 23 de julio de 1919 en Buenos Aires, en una familia de ascendencia alemana con buen nivel económico. Cuando cursaba todavía el nivel primario, la familia sufrió un traspié que la llevó a la bancarrota.
Oesterheld, afecto a la lectura desde niño, leía clásicos y también obras de la literatura griega. Eligió la carrera de Ciencias Naturales y aún siendo estudiante trabajó en la exploración geológica, en la búsqueda de petróleo. Mientras estudiaba para obtener su doctorado, se inició como corrector. Sus primeros cuentos infantiles fueron escritos durante su carrera y muchos de esos trabajos fueron publicados por diversas editoriales. En el diario La Prensa se editó su primer cuento “Truila y Miltar” (1943), obra que refleja los valores que sostendría toda su vida.
Luego de completar sus estudios se casó con Elsa Sánchez y tuvo cuatro hijas. Su carrera de geólogo fue siendo desplazada por la dedicación a la escritura de guiones para historietas. Trabajó con los dibujantes Alberto Breccia y Hugo Pratt. Tiras como Bull Rockett y Sargento Kirk comenzaron a tener mucho éxito. Este éxito y su dedicación se combinaron para crear la editorial Frontera, de la cual surgieron las revistas Hora Cero y Frontera. Con el progreso de la editorial surge Ernie Pike. Luego del surgimiento de personajes como Randal y Tikonderoga, se inicia la serie El Eternauta, dibujada por Solano López. Tiene un éxito rotundo, con un fuerte impacto en niños y adolescentes, que la leen con avidez, ya que los protagonistas son argentinos que realizan sus aventuras en distintos barrios de Buenos Aires.
Hacia 1963 Oesterheld se encontró en la ruina. La editorial no resistió el impacto de la televisión y sucumbió a pesar del éxito de sus productos. Mort Cinder surgió en esta época, quizás como reflejo de su estado de ánimo.
Oesterheld trabajaba para la editorial Columba en el marco de una sociedad maltratada por los constantes golpes de estados militares. En 1969 aparece en la revista Gente una nueva versión de El Eternauta, dibujada esta vez por Alberto Breccia, que provoca rechazo en quienes habían disfrutado de la estética original. El fuerte contenido político denota, tal vez, la necesidad de actuar en contraposición a esperar, lo que torturaba a Oesterheld. Él y sus hijas comenzaron a militar activamente en Montoneros. Nadie en el ambiente editorial lo sabía, aparentemente tampoco su esposa.
Con la llegada de la dictadura, Oesterheld debió ocultarse. Escribe otra versión de El Eternauta, para la editorial Record. Tal vez se adelantó a su propio destino en esas líneas, ya que fue atrapado en 1977 y paseado por diversos centros clandestinos.
Héctor Germán Oesterheld tenía casi 60 años, en los campos de concentración lo llamaban “el viejo”. Con él también desaparecieron sus cuatro hijas.

jueves, 22 de julio de 2010

WALSH, Rodolfo: Portugueses

1)
El primer portugués era alto y flaco.
El segundo portugués era bajo y gordo.
El tercer portugués era mediano.
El cuarto portugués estaba muerto.

2)
-¿Quién fue? -preguntó el comisario Jiménez.
a. Yo no -dijo el primer portugués.
b. Yo tampoco -dijo el segundo portugués.
c. Ni yo -dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués estaba muerto.

3)
Daniel Hernández puso los cuatro sombreros sobre el escritorio.
El sombrero del primer portugués estaba mojado adelante.
El sombrero del segundo portugués estaba seco en el medio.
El sombrero del tercer portugués estaba mojado adelante.
El sombrero del cuarto portugués estaba todo mojado.

4)
-¿Qué hacían en esa esquina? -preguntó el comisario Jiménez.
a. Esperábamos un taxi -dijo el primer portugués.
b. Llovía muchísimo -dijo el segundo portugués.
c. ¡Cómo llovía! -dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués dormía la muerte dentro de su grueso sobretodo.

5)
-¿Quién vio lo que pasó? -preguntó Daniel Hernández.
a. Yo miraba hacia el norte -dijo el primer portugués.
b. Yo miraba hacia el este -dijo el segundo portugués.
c. Yo miraba hacia el sur -dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués estaba muerto. Murió mirando al oeste.

6)
-¿Quién tenía el paraguas? -preguntó el comisario Jiménez.
a. Yo tampoco -dijo el primer portugués.
b. Yo soy bajo y gordo -dijo el segundo portugués.
c. El paraguas era chico -dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués no dijo nada. Tenía una bala en la nuca.

7)
-¿Quién oyó el tiro? -preguntó Daniel Hernández.
a. Yo soy corto de vista -dijo el primer portugués.
b. La noche era oscura -dijo el segundo portugués.
c. Tronaba y tronaba -dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués estaba borracho de muerte.

8)
-¿Cuándo vieron al muerto? -preguntó el comisario Jiménez.
a. Cuando acabó de llover -dijo el primer portugués.
b. Cuando acabó de tronar -dijo el segundo portugués.
c. Cuando acabó de morir -dijo el tercer portugués.
Cuando acabó de morir.

9)
-¿Qué hicieron entonces? -preguntó Daniel Hernández.
a. Yo me saqué el sombrero -dijo el primer portugués.
b. Yo me descubrí -dijo el segundo portugués.
c. Mi homenaje al muerto -dijo el portugués.
Los cuatro sombreros sobre la mesa.

10)
a. -Entonces ¿qué hicieron? -preguntó el comisario Jiménez.
b. Uno maldijo la suerte -dijo el primer portugués.
c. Uno cerró el paraguas -dijo el segundo portugués.
d. Uno nos trajo corriendo -dijo el tercer portugués.
El muerto estaba muerto.

11)
a. Usted lo mató -dijo Daniel Hernández.
b. ¿Yo señor? -preguntó el primer portugués.
c. No, señor -dijo Daniel Hernández.
d. ¿Yo señor? -preguntó el segundo portugués.
e. Sí, señor -dijo Daniel Hernández.

12)
-Uno mató, uno murió, los otros dos no vieron nada -dijo Daniel Hernández.
Uno miraba al norte, otro al este, otro al sur, el muerto al oeste. Habían convenido en vigilar cada uno una bocacalle distinta para tener más posibilidades de descubrir un taxímetro en una noche tormentosa.
"El paraguas era chico y ustedes eran cuatro. Mientras esperaban, la lluvia les mojó la parte delantera del sombrero."
"El que miraba al norte y el que miraba al sur no tenían que darse vuelta para matar al que miraba al oeste. Les bastaba mover el brazo izquierdo o derecho a un costado. El que miraba al este, en cambio, tenía que darse vuelta del todo, porque estaba de espaldas a la víctima. Pero al darse vuelta, se le mojó la parte de atrás del sombrero. Su sombrero está seco en el medio, es decir, mojado adelante y atrás. Los otros dos sombreros se mojaron solamente adelante, porque cuando sus dueños se dieron vuelta para mirar el cadáver, había dejado de llover. Y el sombrero del muerto se mojó por completo al rodar por el pavimento húmedo."
"El asesino usó un arma de muy reducido calibre, un matagatos de esos con que juegan los chicos o que llevan algunas mujeres en sus carteras. La detonación se confundió con los truenos (esa noche hubo una tormenta eléctrica particularmente intensa). Pero el segundo portugués tuvo que localizar en la oscuridad el único punto realmente vulnerable a un arma tan pequeña: la nuca de su víctima, entre el grueso sobretodo y el engañoso sombrero. En esos pocos segundos, el fuerte chaparrón le empapó la parte posterior del sombrero. El suyo es el único que presenta esa particularidad. Por lo tanto es el culpable."


El primer portugués se fue a su casa.
Al segundo no lo dejaron.
El tercero se llevó el paraguas.
El cuarto portugués estaba muerto.
Muerto.


(Argentina, 1927/1977)

lunes, 19 de julio de 2010

BENEDETTI, Mario: Hagamos un trato


(Italia, 1884/1920)

Cuando sientas tu herida sangrar
cuando sientas tu voz sollozar
cuenta conmigo

de una canción de Carlos Puebla

compañera
usted sabe
que puede contar
conmigo
no hasta dos
o hasta diez
sino contar
conmigo

si alguna vez
advierte
que la miro a los ojos
y una veta de amor
reconoce en los míos
no alerte sus fusiles
ni piense qué delirio
a pesar de la veta
o tal vez porque existe
usted puede contar
conmigo

si otras veces
me encuentra
huraño sin motivo
no piense qué flojera
igual puede contar
conmigo

pero hagamos un trato
yo quisiera contar
con usted

es tan lindo
saber que usted existe
uno se siente vivo
y cuando digo esto
quiero decir contar
aunque sea hasta dos
aunque sea hasta cinco
no ya para que acuda
presurosa en mi auxilio
sino para saber
a ciencia cierta
que usted sabe que puede
contar conmigo

(Uruguay, 1920/2009)


lunes, 12 de julio de 2010

SACCOMANNO, Guillermo: Animales domésticos

Joan Miró. Mujer y perro frente a la Luna. 1936
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Desde que Felipe trajo esa estufa de kerosene no se puede respirar en esta casa.
–Quería darte una sorpresa –dijo cuando cortaba el hilo del paquete.
–Sabés que no aguanto el kerosene. Me da alergia.
–En esta casa hace mucho frío.
–Siempre hizo frío –le dije–. Ahora se siente más porque estamos viejos.
–¿Qué querés? ¿Qué la cambie por una eléctrica? Las de cuarzo gastan mucho y no calientan.
Así son los regalos de Felipe. Cuando éramos jóvenes, con el sueldo compraba una pila de libros.
–Para vos y los chicos –decía.
–Sabés que no me gusta leer. Y lo que los chicos necesitan es ropa.
Es inútil luchar con Felipe.
–¿Cuánto te costó esa estufa?
–No se dice el precio de un regalo.
–Un regalo es algo que le gusta a quien lo recibe.
–No te aflijas. La compré con unos pesos que me gané a la quiniela.
–Si vos no jugás.
–No me creés.
–No, no te creo. Metiste la mano en mi secreter.
Y agarré la bolsa y me fui a comprar el pan. Que terminara él de desenvolverla. Y, cuando volví, ahí estaba, como un chico con un juguete, estudiando el folleto con las instrucciones y el movimiento de las perillas.
–Me hace mal el kerosene –le dije.
Pero él me contestó:
–Esta casa apesta a meada de gato.
Cuando Felipe se pone así, le doy la espalda. Y me meto en mí misma. Doy vueltas en la cama, en la oscuridad. Deben ser las cuatro, según las agujitas verdes. Pero bien podrían ser las doce y veinte. Con estos relojes modernos es difícil precisar el tiempo que es. Antes los relojes traían todos los números. Y se oía el mecanismo. Tic-tac. Tic-tac. Y una se daba cuenta de que el tiempo iba pasando. Eso antes de la tragedia de los chicos.
De tanto en tanto, Ana y Susi se atropellan ladrando en el patio. Y los maullidos de Beto. Las dos corren y ladran como si fueran feroces. Le ladran a Beto que está en la azotea. Hace un rato me pareció que estaba en la azotea.
A veces pienso que Felipe quiere que los animales duerman afuera para que se mueran de frío.
–Es inhumano como los tratás –le dije.
–Inhumano es ponerles nombres de seres vivos.
–No están vivos –le dije.
Y se calló, arrodillándose junto a la estufa, aflojando una perilla y levantando la coraza.
–Por la mecha no gasifica bien –dijo.
No hay duda. Ese maullido es de Beto. Ahora saltó al techo del dormitorio. Anda por las chapas del techo.
Pensar que desde el veintiuno de este mes los días van a tener un minuto más me saca da las casillas. Un minuto más de insomnio, de pensamientos que no van a ninguna parte. Y afuera, el viento, oscuro, cortante. Sin embargo, hay noches que Felipe se queda en la puerta de calle mirando hacia la avenida hasta la hora de la cena, como esperando que aparezcan y vuelvan.
Y ahora, en la noche, mientras Ana y Susi ladran en el patio, me cuesta respirar en la oscuridad del dormitorio. La estufa ilumina el rincón de la ventana que da al jardín. Es tan fuerte el olor del kerosene. Una de estas noches vamos a morir asfixiados por la emanación del kerosene. Pero si me llego a levantar y saco la estufa al patio, Felipe va a protestar.
Por los ladridos cualquiera diría que Ana y Susi son guardianas. Y no. Ladran de miedo. Si por mí fuera, las perras dormirían debajo de nuestra cama. Pero Felipe se niega.
–Los animales y la gente no deben mezclarse –dice.
–¿Y eso; lo sacaste de un libro?
–Rosas lo decía. En el Manual para Capataces de Estancia.
Felipe siempre tiene un libro a mano para retrucar.
–Vos y tus libros –me fastidio–. Por tus libros estamos como estamos.
–Ayudan –me contesta.
–¿A qué ayudan?
–A comprender.
–No hay tanto para comprender en este mundo. Las cosas son como son. Y por más vueltas que les des, son como son y no se puede hacer nada para cambiarlas.
En la noche, por culpa del kerosene tengo náuseas y dolor de cabeza. Pero me callo. Porque Felipe duerme como un bendito. Cuando ronca, lo sacudo y se calla un rato. Entonces el silencio es como un gas mortal, igualito a la emanación de la estufa.
–Deberías aprender a manejarla –me dijo Felipe–. Te conviene saber cómo se prende y se apaga.
–Vos la trajiste, vos te encargás.
–Igual que vos con las perras y ese gato de mierda.
–No seas boca sucia. Beto ni te molesta.
Me levanto en puntas de pie, me calzo las pantuflas y me abrigo con un batón para ir a la cocina a prepararme un té de tilo. Parada frente a las hornallas, espero que hierva el agua. Dicen que el tilo hace dormir. Será a los jóvenes. Acerco las palmas al fuego azul. Es tanto mejor el gas que el kerosene. Y es más seguro también. Pero Felipe no quiso saber nada con poner estufas de tiro balanceado.
Con prudencia, abro la puerta de la cocina para que entren Ana y Susi y después Beto, que tarda en venir porque anda por la azotea todavía, pero ya va a volver. Y cuando Beto entra, cierro y los dejo que se queden un rato adentro.
Aunque Felipe pueda levantarse para ir al baño y descubrirme no me importa. Estos animales son como mis hijos. Por eso les puse sus nombres. Cuando los llamo me parece que los estoy llamando a ellos, que no se los llevaron, que todavía están estudiando en el comedor, como cuando iban a la facultad.
Para entretenerme, mientras tomo despacito el té, leo el folleto que vino con la estufa. Felipe lo tiene siempre sobre la mesa, al lado de los cigarrillos.
La vista no me da más que para leer las letras más gruesas:
1º) Desarmar la garganta
2º) Extraer la mecha
3º) Colocar la mecha
4º) Armar la garganta
No me viene el sueño, no hay caso.
.
GUILLERMO SACCOMANNO
(Buenos Aires, Argentina, 1948)
.
de "Animales domésticos", publicado por Editorial Planeta. ©1994 G. Saccomanno. ©1994 Planeta

viernes, 2 de julio de 2010

Nos quieren hacer creer que leer es un lujo de ricos e intelectuales, que los niños son bobadas de cotillón, que los chicos pobres solo necesitan bolsones de comida y que los que estamos preocupados por la infancia y la lectura somos utópicos...
Pues que se enteren:
Sí, creemos en la utopía de la lectura y la libertad,
y como dice Giardinelli,
vamos a reinventar la esperanza.
.
Graciela Bialet
.
(Lectura e infancia en contextos de pobreza. 7° FORO DE FOMENTO DEL LIBRO Y LA LECTURA. Resistencia, Chaco, 2002)