ESTE BLOG PERJUDICA SERIAMENTE A LA IGNORANCIA

SI QUIEREN GASTAR MENOS EN CÁRCELES, INVIERTAN MÁS EN EDUCACIÓN

miércoles, 22 de septiembre de 2010

FROST, George Loring: Un creyente

Al caer la tarde, dos desconocidos se encuentran en los obscuros corredores de una galería de cuadros. Con un ligero escalofrío, uno de ellos dijo:
-Este lugar es siniestro. ¿Usted cree en fantasmas?
-Yo no –respondió el otro-. ¿Y usted?
-Yo sí –dijo el primero y desapareció.
.

George Loring Frost
(Inglaterra., 1887/?)
.
Algunos datos sobre el autor nos dicen que nació, supuestamente, en Brentford, Inglaterra, en 1887, y este cuento pertenece a su libro Memorabilia (1923). Fue incluido en la Antología de la literatura fantástica, de Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo (Bogotá, Editorial Sudamericana, 1994).
Pero dicen que Frost no existió y que fue una invención del propio Jorge Luis Borges. Frost no aparece en la literatura inglesa y su escrito es típico del léxico borgeano. Tampoco sabemos la fecha de la muerte de Frost y sabemos que Borges jugaba mucho con la "imprecisión". Quién pueda aportar algo más sobre este sospechoso Frost, hágalo. Será bienvenido.

sábado, 18 de septiembre de 2010

SAER, Juan José: Al abrigo

Un comerciante de muebles que acababa de comprar un sillón de segunda mano descubrió una vez que en un hueco del respaldo una de sus antiguas propietarias había ocultado su diario íntimo. Por alguna razón —muerte, olvido, fuga precipitada, embargo— el diario había quedado ahí, y el comerciante, experto en construcción de muebles, lo había encontrado por casualidad al palpar el respaldo para probar su solidez. Ese día se quedó hasta tarde en el negocio abarrotado de camas, sillas, mesas y roperos, leyendo en la trastienda el diario íntimo a la luz de la lámpara, inclinado sobre el escritorio. El diario revelaba, día a día, los problemas sentimentales de su autora y el mueblero, que era un hombre inteligente y discreto, comprendió enseguida que la mujer había vivido disimulando su verdadera personalidad y que por un azar inconcebible, él la conocía mucho mejor que las personas que habían vivido junto a ella y que aparecían mencionadas en el diario. El mueblero se quedó pensativo. Durante un buen rato, la idea de que alguien pudiese tener en su casa, al abrigo del mundo, algo escondido —un diario, o lo que fuese—, le parecía extraña, casi imposible, hasta que unos minutos después, en el momento en que se levantaba y empezaba a poner en orden su escritorio antes de irse para su casa, se percató, no sin estupor, de que él mismo tenía, en alguna parte, cosas ocultas de las que el mundo ignoraba la existencia. En su casa, por ejemplo, en el altillo, en una caja de lata disimulada entre revistas viejas y trastos inútiles, el mueblero tenía guardado un rollo de billetes, que iba engrosando de tanto en tanto, y cuya existencia hasta su mujer y sus hijos desconocían; el mueblero no podía decir de un modo preciso con qué objeto guardaba esos billetes, pero poco a poco lo fue ganando la desagradable certidumbre de que su vida entera se definía no por sus actividades cotidianas ejercidas a la luz del día, sino por ese rollo de billetes que se carcomía en el desván. Y que de todos los actos, el fundamental era, sin duda, el de agregar de vez en cuando un billete al rollo carcomido.
Mientras encendía el letrero luminoso que llenaba de una luz violeta el aire negro por encima de la vereda, el mueblero fue asaltado por otro recuerdo: buscando un sacapuntas en la pieza de su hijo mayor, había encontrado por casualidad una serie de fotografías pornográficas que su hijo escondía en el cajón de la cómoda. El mueblero las había vuelto a dejar rápidamente en su lugar, menos por pudor que por el temor de que su hijo pensase que el tenía la costumbre de hurgar en sus cosas. Durante la cena, el mueblero se puso a observar a su mujer: por primera vez después de treinta años le venía a la cabeza la idea de que también ella debía guardar algo oculto, algo tan propio y tan profundamente hundido que, aunque ella misma lo quisiese, ni siquiera la tortura podría hacérselo confesar. El mueblero sintió una especie de vértigo. No era el miedo banal a ser traicionado o estafado lo que le hacía dar vueltas en la cabeza como un vino que sube, sino la certidumbre de que, justo cuando estaba en el umbral de la vejez, iba tal vez a verse obligado a modificar las nociones más elementales que constituían su vida. O lo que él había llamado su vida: porque su vida, su verdadera vida, según su nueva intuición, transcurría en alguna parte, en lo negro, al abrigo de los acontecimientos, y parecía más inalcanzable que el arrabal del universo.

JUAN JOSÉ SAER

sábado, 11 de septiembre de 2010

CASAS, Fabián: Cancha rayada


Caminamos, con mi viejo, por la playa de estacionamiento.
Es un día de calor sofocante
y en el asfalto recalentado
vemos la sombra de un pájaro negro
que vuela en círculos,
como satélite de nuestra desgracia.
Una multitud victoriosa, a nuestras espaldas,
ruge todavía en la cancha.
Acabamos de perder el campeonato.
La cabina del auto es un horno a leña;
los asientos queman y el sol que pega
en el vidrio, enceguece.
Pero no importa, como dos bonzos
dispuestos a inmolarse,
nos sentamos y enciendo el motor:
Fabián Casas y su padre
Van en coche al muere.
.
FABIÁN CASAS
(Bs. As., Argentina, 1965)

martes, 7 de septiembre de 2010

FONTANARROSA, Roberto: Toda la verdad




—¡Ricardo!
—Ah...
—Vení para acá.
—Ya voy.
—¡Vení para acá, te digo!
—Para qué...
—¡Vení para acá te digo, inmediatamente!
Ricardo apareció en la puerta de la cocina, la camisa que se había sacado todavía en la mano. Clara estaba apoyada contra la mesa de nerolite, los brazos cruzados, el batón de plush amarillito cerrado sobre el cuello.
—¿Qué pasa? —preguntó Ricardo, amagando irse hacia su pieza.
—¿Qué pasa? —repitió Clara—. ¿Y todavía preguntás qué pasa? ¿Todavía tenés el tupé de preguntar qué pasa?
Los ojos de Ricardo se quedaron mirándola, interrogantes, la camisa a cuadros colgada del dedo índice, como de una percha.
—¿Sabés la hora que es? —preguntó Clara, tensos los músculos del cuello. Ricardo se encogió de hombros.
—¿Sabés la hora que es? —repitió Clara—. ¿Tenés idea de la hora que es?
—No sé... qué sé yo... —aventuró Ricardo—. La una. La una y media.
—¡"La una, la una y media"! —imitó Clara en tanto se catapultaba desde la mesada de la pileta, y cruzaba en dos pasos rápidos el espacio que la separaba de Ricardo, quien se sobresaltó—. ¡"La una y media", mocoso de porquería! —descubrió ante los ojos de Ricardo, poniéndole a tres centímetros de las pestañas su reloj pulsera—. ¡Las cuatro! ¡Las cuatro, mocoso de porquería! ¡Las cuatro de la mañana son!
—Nooo... —pareció ignorar Ricardo, casi asombrado.
—¡No te hagas el estúpido! ¡Infeliz! —Clara ya no pudo contenerse y lanzó de arriba hacia abajo, un par de cachetazos ampulosos sobre la cara de Ricardo.
—¡Te hacés el que no sabés la hora que es, te hacés el estúpido, estúpido!
Ricardo soltó la camisa, se dejó caer hacia atrás, apoyando la magra espalda desnuda contra la puerta de la cocina, que golpeó, sonora, contra la pared.
—¡Pará! ¡Pará! —alcanzó a decir, cubriéndose con los antebrazos—. ¡Qué!...
—¡Porquería, porquería! —siguió castigando desordenadamente Clara—. ¡Todavía querés hacerme creer que no tenés idea de la hora! ¡Basura!
—¡Pará, pará! —Ricardo, agachándose, alcanzó a escabullirse corriendo hacia el comedor oscuro—. ¿Qué te pasa?
—¿Qué me pasa? ¿Qué me pasa? —Clara había desistido de perseguirlo, tras los últimos mandobles al aire, y ahora se había apoyado con una de sus manos contra el vano de la puerta, agitada, adoptando un gesto trágico—. ¿Todavía preguntas qué me pasa? ¡Que me vas a matar vos, eso me pasa, vos y tu hermana me van a matar, eso es lo que están buscando! ¡Lo que están buscando es eso, que me dé un síncope y me caiga redonda al suelo! ¡Cuando consigas eso vas a estar contento, recién ahí vas a estar contento, recién ahí, chinito de mierda!
Lentamente, cerrándose con ademán cuidadoso el cuello del batón, acomodándose un mechón de pelo que le había caído sobre la frente, Clara, aún respirando agitada, desandó el trecho que había recorrido hacia su hijo y volvió a apoyarse contra la mesada de la cocina. Bajó la cabeza y se tomó la frente con la mano derecha.
—Eso es lo que está buscando este mocoso —dijo, como para sí, pero en voz alta—. Que me dé un ataque al corazón y me muera. . .
Ricardo había vuelto lenta y silenciosamente a asomarse a la puerta de la cocina. Había recogido, incluso, su camisa del suelo.
—Ahí vas a estar contento, ahí vas a estar contento —prosiguió Clara, advirtiendo su reaparición—. Ahí sí. Ahí ya no vas a tener a la pobre vieja imbécil controlándote, ahí vas a estar feliz. Eso es lo que querés. Eso.
—No, mira... —intentó Ricardo.
—Pero no te voy a dar el gusto —Clara retomó su tono violento, meneando la cabeza—. No te voy a dar el gusto. Te juro que hasta el día que reviente como una bestia por los disgustos que me dan vos y la otra de tu hermana, te juro que como que hay un Dios, te voy a tener cortito y te voy a poner en vereda, te juro, aunque me cueste... —fue poco a poco insuflándose energía a sí misma—... aunque me cueste, no sé, los años de salud, de vida, los años de vida que me cuestan vos y tu hermana con las perrerías que hacen. Pero te digo ¿eh? te digo, hasta ese día metete en la cabeza que a tu madre la vas a respetar, porque la vas a respetar y si hay algo que me saca de quicio y me revienta es que me vengas con esas historias, con esas mentiras...
—¿Qué mentiras...? —se quejó Ricardo—. Lo que pasa es que vos te enojás... —Aquello fue una bofetada para Clara.
—¿Qué mentiras, decís? ¿Qué mentiras, decís? ¡Sarnoso! ¡Aparecés muy campante a las cuatro de la mañana y el señor dice que no sabe qué hora es, dice que es la una y media y me salís con que no son mentiras, todavía me venís con eso!
Ricardo retrocedió un paso, previsor, hacia la oscuridad del comedor.
—Si estuviera tu padre bien que no harías esto. Bien que no lo harías —se lamentó Clara, aún amenazante, sin embargo—. Tu padre te cruzaba la cara de un sopapo, mocoso de mierda. Porque si había algo que no soportaba era la mentira, fue lo único que trató de inculcarles. ¿Para qué? Para que salga un infeliz como vos que lo único que quiere es joderme la vida, eso, joderme la vida.
Clara se quedó un minuto callada, como tomando aire, mirando fijamente a Ricardo quien, apoyado el hombro sobre el vano de la puerta, fingía interesarse en un botón de la camisa, inesperadamente flojo.
—¿Querés decirme dónde estuviste? —preguntó, al fin, Clara.
—Ehh...
—¿Me podés decir dónde estuviste que volvés a las cuatro de la mañana?
—Fuimos con Valija y Cacho a...
—Ah, ¡cuándo no! ¡cuándo no! —Clara juntó de una palmada las manos frente a su pecho, mirando, esta vez, hacia la heladera al otro lado de la cocina—. ¡Cuándo no ibas a estar con esos dos... con esos dos... vagos, atorrantes...
—Este... fuimos con ellos...
—¿Pero será posible? —ahora Clara lo miró, sin desprender las manos que oscilaba de adelante hacia atrás como quien mezcla dados dentro de ellas—. ¿Será posible que siempre tengas que estar con esos inútiles, ese par de infelices? ¿Qué te dan... ? ¿Te...?
—¡Si vos no los conoces...! —se atrevió a ofenderse Ricardo.
—¡Y te creés que necesito conocerlos, te creés que necesito conocerlos o hablar media palabra con esos atorrantes para saber que son unos inútiles, vagonetas, mal educados! ¿Te creés eso?Ricardo se rascó la cabeza.
—Si basta verlos parados en la esquina para darse cuenta lo que son, m'hijito. Sucios, compadritos... —Clara escupió las palabras— atorrantes...
—Valija trabaja —apuntó Ricardo.
—¡Qué va a trabajar ese atorrante! ¡Hará que trabaja!
Ricardo volvió a ensañarse con el botón de la camisa. Clara volvió las manos a los bolsillos amplios del batón. Una contracción nerviosa le tironeaba el labio superior.
—¡No sé qué te han dado esos dos para que te tengan tan embobado, que vas como un perrito detrás de ellos! —se mofó Clara.
—¿Quién va como un perrito, quién? —se enojó, ahora sí, tocado en su amor propio, Ricardo.
—¡Vos vas como un perrito! ¡Vos, el vivo! ¡Te usan, te agarran de alcahuete, te llevan de la nariz como a un...
—¡Pero por qué no te...! —se adelantó Ricardo, indignado y desafiante.
—¡Callate la boca! ¡Callate la boca! —contragolpeó Clara, avanzando un paso a su vez hacia Ricardo—. ¡Lo único que falta es que me vengas a gritar, mocoso de porquería! ¡Lo único que me faltaba!
Ricardo volvió a su anterior posición bajo el marco de la puerta. Clara decidió no abandonar la furia recobrada.
—¿Adónde fuiste, decime —desafió—, adónde fuiste con esos otros dos, tus amigos, a ver, adónde fuiste?
—Te dije que fuimos... —recomenzó Ricardo.
—Pero... ¡Cuidado! —amenazó Clara, en alto el índice de la mano derecha—. Pensá bien, pensá bien lo que vas a decir porque no sea que me salgas con una mentira. Que no sea que me salgas con una mentira porque te juro que te vas a arrepentir, te juro que te vas a arrepentir. Si me venís con una de tus clásicas mentiras te aseguro que yo no seré tu padre pero de algún lado sacaré fuerzas para ponerte en vereda, vos sabés bien que yo parezco mansa pero soy mansa hasta que no vienen a joderme la vida y entonces te aseguro que soy capaz de romperte algo por la cabeza, ¿eh? Pensalo bien, pensá bien lo que vas a decir...
—Sí... —se encogió de hombros Ricardo—. ¿Qué problema hay?
Clara se cruzó de brazos en el medio de la cocina y le clavó los ojos, esperando.
—Fuimos con el Valija y el Cacho al pool de Esteban... —comenzó Ricardo.
Los ojos de Clara se entrecerraron.
—¿A qué pool? —preguntó, bajo aparente calma.
—Ahí, al de Esteban... el de...
—¿El que está al lado de la copistería? —volvió a preguntar Clara, contenida.
—Sí... sí... —pareció dudar Ricardo.
—¿El que tiene pintadas unas cosas, en dorado, en los vidrios?
—Sí... qué se yo... sí, creo que sí...
Esta vez Clara no vaciló, abandonando de pronto su postura expectante se abalanzó sobre su hijo y le aplicó un par de puntapiés cortos y certeros sobre las canillas. Ricardo, sorprendido, sólo alcanzó a encogerse, dudando entre proteger sus piernas o levantar los brazos para cubrir la cabeza donde caían, desordenados, los trompis de Clara.
—¡Basura, basura, porquería! —gritaba esta, optando finalmente por aferrar los cabellos de Ricardo y zamarrearlo, sin poder evitar, no obstante, que se le escabullera cayendo casi debajo de la mesa—. ¡Basura!
—Pero... pero... ¿por qué? —casi imploró una explicación Ricardo, de rodillas.
—¡Te dije, te dije! —repitió Clara asestando un mandoble sobre la mesa como si así pudiese alcanzar la cabeza de Ricardo—. ¡Te dije que no mintieras, porquería!... Pero... ¿Por qué, por qué, por qué tuve que tener un hijo como éste? —Ahora Clara había abandonado el frente de ataque. Giró sobre sus talones, se tapó la cara con una mano, el brazo izquierdo protegiendo su vientre, como buscando un momento de respiro para evitar el colapso cardíaco—. ¿Por qué? —prácticamente sollozó—. ¿Qué hice yo para merecer un monstruo como este? ¡Algo debo haber hecho para que Dios me castigara así, algo debo haber hecho! Ángela me decía y yo no le creía. Ella decía, sabía lo que me decía. Fuimos muy blandos, muy blandos...
Ricardo había aprovechado el soliloquio de su madre para abandonar el refugio de abajo de la mesa. Tomándose con un gesto de dolor el tobillo derecho llegó trabajosamente hasta una silla y se sentó.
—¿Por qué no estará tu padre? —se lamentó Clara, volviéndose a mirar a Ricardo, con ojos enrojecidos—. ¿Por qué no estará tu padre para ponerte en vereda?
Ricardo, sin mirarla, persistía en masajear su tobillo, quejándose.
—¡Y callate! ¿Eh? ¡Callate! —le advirtió Clara.
—¡Mirá, mirá cómo me dejaste el tobillo! —gritó Ricardo, al borde de las lágrimas, estirando la pierna hacia su madre. Esta, ni lerda ni perezosa lanzó un nuevo puntapié hacia la rodilla de Ricardo, que no alcanzó el blanco.
—¡Matarte —tronó— eso es lo que debería haberte hecho, infeliz, matarte! ¡Como hacía tu padre, que te amansaba a cintazos! ¡Agradecé que yo no tengo la fuerza de tu padre, Dios lo tenga en la santa gloria! ¡Te dije que no me mintieras, te dije antes de que empezaras a hablar que no me mintieras, infeliz!
Ricardo dejó de sobarse el tobillo y se recostó sobre el respaldo de la silla, había llevado su mano derecha hacia el mentón, previniéndose de un nuevo ataque.
—¿Por... por qué? —balbuceó.
—¿Por qué, por qué? —imitó Clara, plantándose frente a él, y agachándose hasta casi conseguir que sus ojos quedasen a la misma altura que los de su hijo—. Porque ni siquiera sabés mentir, por eso. Porque el señor es tan vivo, tan vivo es el señor, que ni siquiera le da la cabeza para inventar una mentira. Por eso. El señor es tan inteligente, esa inteligencia que le da para robarme plata de la billetera, o para colarse en los bailes del club, porque no le da para otra cosa, porque no le da para el estudio o para las cosas buenas, por eso. Porque ni siquiera te da la cabeza, infeliz, para pensar que la pobre burra de carga de tu madre, también anda por la calle. ¿sabés? Anda por la calle haciendo las compras, para que vos y la otra de tu hermana tengan de todo y puedan comer algo de vez en cuando, y hoy pasé por el pool ese que vos decís, ese pool de porquería que vos decís, y estaba cerrado ¿sabes? ¡Estaba cerrado!
—Nooo... —atinó a decir, Ricardo.
—¡Estaba cerrado por duelo! —Clara se había erguido frente a su hijo haciendo pesar la contundencia del argumento.
—No puede ser —articuló Ricardo, confuso—. Habrá sido a la tarde...
De inmediato Clara levantó su puño derecho como para descargarlo.
—¡Callate! —chilló—. ¡Callate! ¡No sigas mintiendo, porquería, no sigas mintiendo, todavía tenés la desfachatez de querer seguir mintiendo! ¡Si ni siquiera pasaste por el pool, no pasaste ni por la vereda de enfrente del pool, chinito de porquería, y querés seguir engañando a tu madre!
Clara calló, procurando recuperar la normalidad de su respiración que, durante dos o tres larguísimos minutos fue lo único que se escuchó en la cocina, resaltando aun más el silencio de afuera, de la calle y la noche.
Ricardo, pálido, estaba casi acostado en la silla, la nuca descansando sobre el borde superior del respaldar, los ojos y las manos entretenidos en la hebilla del cinturón, como si recién la descubriese en ese instante.Clara retrocedió hasta la mesada de la cocina, se masajeó el muslo de la pierna derecha como si se le estuviese por acalambrar y, con voz trémula pero pausada y medida, dijo:
—Bueno, ahora, me vas a decir, de una buena vez por todas, de dónde venís. Dónde estuviste. Pero me vas a decir la verdad. Me vas a decir la verdad porque si no me decís la verdad te garanto que me vas a conocer, te garanto que me vas a conocer —a medida que iba hablando su tono recuperaba las aristas filosas, el acento amenazador y rabioso—... si no me decís la verdad, Ricardo, te aseguro que en esta casa van a cambiar muchas cosas y a vos especialmente se te va a terminar la farra. Se te va a terminar la farra, Ricardo, porque yo soy muy buena, me aguanto muchas cosas, me como muchas cosas, pero llega un momento en que digo basta y te juro que es basta. Así que decime la verdad porque ya sabés, ya sabés, te juro por Dios, Ricardo, que si me llegás a mentir de nuevo te va a pesar, te va a pesar porque te va a pesar, Ricardo.
—Eh... —pareció concentrarse Ricardo.
—¿Dónde estuviste, Ricardo, dónde estuviste?
—Fuimos a la farmacia...
—¿A la farmacia? ¿Fuiste solo o con quién? —apuró Clara.
—Con Valija y el Cacho —se ofuscó Ricardo, mirando a su madre—. Ya te dije ¿no?
—Es que ya no te creo, ¿ves? Ya no te creo. No te creo nada. ¿Cómo querés que te crea? ¿Por qué voy a creerte? Fuiste con Valija y el Cacho. Seguí.
—Fuimos con Valija y el Cacho a la farmacia...
La cara de Clara se frunció, con sorpresa.
—¿A la farmacia? —preguntó—. ¿Y por qué a la farmacia? ¿A qué farmacia?
—Acá, a la de don Flores.
—A la de don Flores —Clara apoyó sus manos en la cintura—. A la farmacia de don Flores. Cuidado con lo que decís, Ricardo, tené mucho cuidadito con lo que me contás, Ricardo. Mirá que puedo agarrar el diario y fijarme en las farmacias de turno, Ricardo, mirá que puedo... —advirtió.
—Y fijate, fijate... —desafió Ricardo.
—No, seguí —Clara volvió a cruzarse de brazos—. ¿Y me querés decir qué fueron a hacer ahí, me querés decir?
—El Valija andaba buscando no sé qué cosa. Unas pastillas. Unas anfetaminas. Qué se yo, se da con eso.
—Mirá Ricardo, mirá —Clara elevó su índice derecho en el aire—. Me parece que estás inventando, yo te conozco y me parece que estás inventando. ¡Que yo no me entere que...!
—¡No, no, te digo que no! ¡Es cierto, de veras!
Clara señaló enérgicamente hacia afuera.
—¡Mirá que puedo hablarlo a don Flores —amenazó— para ver si estás diciendo la verdad! ¡A mí no me importa un comino agarrar el teléfono ahora mismo y hablarlo a don Flores y preguntarle si es cierto que estuviste ahí con los otros dos! ¡Mirá que para esas cosas yo soy mandada a hacer!
—Si querés, llamá —se encogió de hombros Ricardo—. Si querés llamá... pero difícil que don Flores te atienda porque el Valija le pegó con un fierro en la cabeza y lo hizo moco.
—¡No te creas que yo, por ser de noche, no soy muy capaz de agarrar el teléfono y hablar a quien sea con tal de averiguar si me estás mintiendo como mentís siempre, mocoso de porquería!
—Yo lo único que te digo —puntualizó Ricardo sentándose más erecto en la silla y, ahora sí, atreviéndose a mirar a los ojos de su madre— es que el Valija le pegó a don Flores con un fierro en la cabeza y creo que —Ricardo osciló horizontalmente su mano derecha con la palma hacia abajo ejemplificando que algo se había terminado—... para mí que lo mató, porque cayó al suelo como muerto. Lo calzó justo en el balero, acá en el medio de la frente. El viejo cayó al suelo y cuando yo lo miré tenía un montón de sangre en la cabeza y no se movía ni nada. Para colmo, al caer se dio la cabeza contra la baldosa, viste que el piso es de baldosa, y no se movió más. Para mí...
—Pero puedo llamarla a Luján, la mujer —acució Clara—. Sabés bien que yo soy bastante amiga de Luján y que ella no va a tener ningún pero ningún problema en decirme las cosas tal cual son. ¡Somos muy amigas con Luján, Ricardo, muy amigas, sabelo! Puedo llamarla. Así que no me agarrés de idiota porque...
—¿Quién te agarra de idiota?
—...yo agarro el teléfono, la llamo a Luján y ella me va a decir...
—¡Pero llamala, llamala —extendió su brazo, señalando, Ricardo, más armado en su postura—. ¡Andá, llámala si querés!
—¡Claro que la voy a llamar, por supuesto, no vas a venir vos a decirme lo que tengo que hacer!
—¡Andá, llamala!
—Ya la voy a llamar, ya la voy a llamar...
—Ella por ahí sí te va a poder contestar —continuó Ricardo—. Si es que está en la casa, porque salió rajando para afuera, para la calle y yo alcancé a pegarle con la cadena. Pero no se cayó. Alcancé a pegarle por aquí, por la cabeza, al costado de la cabeza y el cuello, el hombro, no le di bien. Pero no se cayó y siguió corriendo para afuera. Le hice sangre, eso sí.
—Ella me va a decir, vos no te preocupés, ella me va a decir. Vas a ver que me va a contar.
Clara se quedó mirando a su hijo, golpeteando acompasadamente con la planta de su chinela derecha contra el suelo, algo más tranquila. Ricardo la miró a los ojos.
—¿Qué? —preguntó—. ¿Tampoco me creés ahora?
—No sé, no sé —calculó Clara—. No sé.
—Ufa... —refunfuñó Ricardo—. También vos, también...
—Es que te he dicho una y mil veces —comenzó Clara, como retomando una disertación reciente—... no tolero que me mientas. Me pone frenética que me mientas, vos y la otra de tu hermana. Es lo primero que hemos tratado de inculcarles tanto yo como tu padre. Lo primero, lo primero, lo primero que hemos tratado de inculcarles.
Se metió enérgicamente las manos en los bolsillos del batón y giró sobre sus talones, un par de veces, ensimismada.
—Bueno... —dijo finalmente—. Andá a dormir.
Ricardo se levantó, rascándose la cabeza.
—¿Tenes hambre? —preguntó Clara—. ¿Querés que te caliente algo?
Ricardo negó con la cabeza, bostezando, en tanto se iba hacia su pieza.
Clara se encogió de hombros. Abrió la heladera, se sirvió un poco de agua fresca. Luego apagó la luz y se fue también.
.
.
.
(Argentina, 1944/2007)

sábado, 4 de septiembre de 2010

COSTANTINI, Humberto: El futuro

Qué lindo era el futuro,
el futuro
del pizarrón de cuarto grado,
todo hecho con tizas de colores
y una confianza buena,
de las viejas,
de esas que ya no se consiguen
ni pagando al contado.
.
Era realmente lindo, lindo
aquel futuro
del pizarrón de cuarto,
había chicos decentes
tomados de la mano
chicos con las orejas limpias
y las medias derechas
y los dientes seguramente cepillados.
.
Juro que era lindísimo
el futuro
del pizarrón de cuarto grado.
Había toros, libélulas y ríos
había trenes, palomas y silos y aeroplanos
había campos y escuelas y edificios altísimos
había vacas y ovejas
bellamente pastando.
.
Había una iglesia y un trigal
y un puerto con muchísimos barcos.
Al fondo, por supuesto,
un ancho sol naciente en amarillo,
con sus ojos, su boca, su sonrisa
en realidad
bastante parecido
al de la tapa del cuaderno 'Sol de Mayo'
pero de todos modos era una maravilla
aquel futuro
del pizarrón de cuarto grado.
.
¡Ah, si pudiera entrar en el futuro!
En el futuro aquel en seis colores
del pizarrón de cuarto grado.
Cómo caminaría derechito
hacia el gordo sonriente en amarillo
acogedor, humano.
Cómo andaría entre toros, libélulas y ríos
y trenes y palomas y aeroplanos.
.
A lo mejor iríatomado de la mano
de algún chico decente, buenito, bien peinado.
Caminaríamos alegres y llenos de esperanza
porque, es claro... el camino sería bello y fácil
como eran los caminos del futuro
en el lindo futuro
del pizarrón de cuarto grado.
.
Sin barreras, sin piedras,
sin pozos, sin semáforos
nadie nos pediría documentos
ni nos requisarían baleros subversivos
ni nos sospecharían ladrones
o extremistas o infiltrados.
.
Nadie nos metería, por supuesto,
en un atroz fantasmagórico Ford Falcon,
ni mucho menos iríamos a aparecer al otro día
junto a un montón de cápsulas servidas,
ni dirían los diarios
con sus letras chiquititas y su fea sintaxis
cosas como "se procedió a identificarlos".
.
No, no,
sencillamente no,
porque eso no figuraba para nada en el futuro,
porque eso la señorita no lo había dibujado
con borrador, y tiza y esperanza
en el prolijo y diáfano futuro
del pizarrón de cuanto grado.
El cual como se sabe estaba todo hecho
con tizas de colores
con un redondo sol de Sol de Mayo
y una confianza buena, de las viejas,
de esas que ya no se consiguen
ni pagando al contado.
.
Humberto Costantini
(Argentina, 1924/1987)