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sábado, 18 de febrero de 2012

POE, EDGAR ALLAN: EL GATO NEGRO




Ni espero ni quiero que se dé crédito a la historia más extraordinaria, y, sin embargo, más familiar, que voy a referir. Tratándose de un caso en el que mis sentidos se niegan a aceptar su propio testimonio, yo habría de estar realmente loco si así lo creyera. No obstante, no estoy loco, y, con toda seguridad, no sueño. Pero mañana puedo morir y quisiera aliviar hoy mi espíritu. Mi inmediato deseo es mostrar al mundo, clara, concretamente y sin comentarios, una serie de simples acontecimientos domésticos que, por sus consecuencias, me han aterrorizado, torturado y anonadado. A pesar de todo, no trataré de esclarecerlos. A mí casi no me han producido otro sentimiento que el de horror; pero a muchas personas les parecerán menos terribles que barroques. Tal vez más tarde haya una inteligencia que reduzca mi fantasma al estado de lugar común.
Alguna inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, encontrará tan sólo en las circunstancias que relato con terror una serie normal de causas y de efectos naturalísimos.
La docilidad y humanidad de mi carácter sorprendieron desde mi infancia. Tan notable era la ternura de mi corazón, que había hecho de mí el juguete de mis amigos. Sentía una auténtica pasión por los animales, y mis padres me permitieron poseer una gran variedad de favoritos. Casi todo el tiempo lo pasaba con ellos y nunca me consideraba tan feliz como cuando les daba de comer o los acariciaba. Con los años aumentó esta particularidad de mi carácter y cuando fui hombre hice de ella una de mis principales fuentes de goce. Aquellos que han profesado afecto a un perro fiel y sagaz no requieren la explicación de la naturaleza o intensidad de los goces que eso puede producir. En el amor desinteresado de un animal, en el sacrificio de sí mismo, hay algo que llega directamente al corazón del que con frecuencia ha tenido ocasión de comprobar la amistad mezquina y la frágil fidelidad del Hombre natural.
Me casé joven. Tuve la suerte de descubrir en mimujer una disposición semejante a la mía. Habiéndose dado cuenta de mi gusto por estos favoritos domésticos, no perdió ocasión alguna de proporcionármelos de la especie más agradable. Tuvimos pájaros, un pez de color de oro, un magnífico perro, conejos, un mono pequeño y un gato.
Era este último animal muy fuerte y bello, completamente negro y de una sagacidad maravillosa. Mi mujer, que era, en el fondo, algo supersticiosa, hablando de su inteligencia, aludía frecuentemente a la antigua creencia popular que consideraba a todos los gatos negros como brujas disimuladas. No quiere esto decir que hablara siempre en serio sobre este particular, y lo consigno sencillamente porque lo recuerdo. Plutón —llamábase así el gato— era mi predilecto amigo. Sólo yo le daba de comer y adondequiera que fuese me seguía por la casa. Incluso me costaba trabajo impedirle que me siguiera por la calle.
Nuestra amistad subsistió así algunos años, durante los cuales mi carácter y mi temperamento —me sonroja confesarlo—por causa del demonio de la intemperancia, sufrió una alteración radicalmente funesta. De día en día me hice más taciturno, más irritable, más indiferente a los sentimientos ajenos. Empleé con mi mujer un lenguaje brutal y con el tiempo la afligí incluso con violencias personales. Naturalmente, mis pobres favoritos debieron de notar el cambio de mi carácter. No solamente no les hacía caso alguno, sino que los maltrataba. Sin embargo, por lo que se refiere a Plutón, aún despertaba en mí la consideración suficiente para no pegarle. En cambio, no sentía ningún escrúpulo en maltratar a los conejos, al mono e incluso al perro, cuando, por casualidad o afecto, se cruzaban en mi camino. Pero iba secuestrándome mi mal, porque, ¿qué mal admite una comparación con el alcohol? Andando el tiempo, el mismo Plutón, que envejecía y, naturalmente se hacía un poco huraño, comenzó a conocer los efectos de mi perverso carácter.
Una noche, en ocasión de regresar a casa completamente ebrio, de vuelta de uno de mis frecuentes escondrijos del barrio, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo cogí, pero él, horrorizado por mi violenta actitud, me hizo en la mano, con los dientes, una leve herida. De mí se apoderó repentinamente un furor demoníaco. En aquel instante dejé de conocerme. Pareció como si, de pronto, mi alma original hubiese abandonado mi cuerpo y una ruindad superdemoníaca, saturada de ginebra, se filtró en cada una de las fibras de mi ser. Del bolsillo de mi chaleco saqué un cortaplumas, lo abrí, cogí al pobre animal por la garganta y, deliberadamente, le vacié un ojo... Me cubre el rubor, me abrasa, me estremezco al escribir esta abominable atrocidad.
Cuando, al amanecer, hube recuperado la razón, cuando se hubieron disipado los vapores de mi crápula nocturna, experimenté un sentimiento mitad horror, mitad remordimiento, por el crimen que había cometido. Pero, todo lo más, era un débil y equívoco sentimiento, y el alma no sufrió sus acometidas. Volví a sumirme en los excesos y no tardé en ahogar en el vino todo recuerdo de mi acción.
Curó entre tanto el gato lentamente. La órbita del ojo perdido presentaba, es cierto, un aspecto espantoso. Pero después, con el tiempo, no pareció que se daba cuenta de ello. Según su costumbre, iba y venía por la casa; pero, como debí suponerlo, en cuanto veía que me aproximaba a él, huía aterrorizado. Me quedaba aún lo bastante de mi antiguo corazón para que me afligiera aquella manifiesta antipatía en una criatura que tanto me había amado anteriormente. Pero este sentimiento no tardó en ser desalojado por la irritación. Como para mi caída final e irrevocable, brotó entonces el espíritu de perversidad, espíritu del que la filosofía no se cuida ni poco ni mucho.
No obstante, tan seguro como que existe mi alma, creo que la perversidad es uno de los primitivos impulsos del corazón humano, una de esas indivisibles primeras facultades o sentimientos que dirigen el carácter del hombre... ¿Quién no se ha sorprendido numerosas veces cometiendo una acción necia o vil, por la única razón de que sabía que no debía cometerla? ¿No tenemos una constante inclinación, pese a lo excelente de nuestro juicio, a violar lo que es la ley, simplemente porque comprendemos que es la Ley?
Digo que este espíritu de perversidad hubo de producir mi ruina completa. El vivo e insondable deseo del alma de atormentarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer el mal por amor al mal, me impulsaba a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido al inofensivo animal. Una mañana, a sangre fría, ceñí un nudo corredizo en torno a su cuello y lo ahorqué de la rama de un árbol. Lo ahorqué con mis ojos llenos de lágrimas, con el corazón desbordante del más amargo remordimiento. Lo ahorqué porque sabía que él me había amado y porque reconocía que no me había dado motivo alguno para encolerizarme con él. Lo ahorqué porque sabía que al hacerlo cometía un pecado, un pecado mortal que comprometía a mi alma inmortal, hasta el punto de colocarla, si esto fuera posible, lejos incluso de la misericordia infinita del muy terrible y misericordioso Dios.
En la noche siguiente al día en que fue cometida esa acción tan cruel, me despertó del sueño el grito de "¡Fuego!". Ardían las cortinas de mi lecho. La casa era una gran hoguera. No sin grandes dificultades, mi mujer, un criado y yo logramos escapar del incendio. La destrucción fue total. Quedé arruinado y me entregué desde entonces a la desesperación.
No intento establecer relación alguna entre causa y efecto con respecto a la atrocidad y el desastre. Estoy por encima de tal debilidad. Pero me limito a dar cuenta de una cadena de hechos y no quiero omitir el menor eslabón. Visité las ruinas el día siguiente al del incendio. Excepto una, todas las paredes se habían derrumbado. Esta sola excepción la constituía un delgado tabique interior, situado casi en la mitad de la casa, contra el que se apoyaba la cabecera de mi lecho. Allí el enlucido había resistido en gran parte a la acción del fuego, hecho que atribuí a haber sido renovado recientemente. En torno a aquella pared se congregaba la multitud y numerosas personas examinaban una parte del muro con atención viva y minuciosa. Excitaron mi curiosidad las palabras "extraño", "singular" y otras expresiones parecidas. Me acerqué y vi, a modo de un bajorrelieve esculpido sobre la blanca superficie, la figura de un gigantesco gato. La imagen estaba copiada con una exactitud realmente maravillosa. Rodeaba el cuello del animal una cuerda.
Apenas hube visto esta aparición —porque yo no podía considerar aquello más que como una aparición—, mi asombro y mi terror fueron extraordinarios. Por fin vino en mi amparo la reflexión. Recordaba que el gato había sido ahorcado en un jardín contiguo a la casa. A los gritos de alarma, el jardín fue invadido inmediatamente por la muchedumbre y el animal debió de ser descolgado por alguien del árbol y arrojado a mi cuarto por una ventana abierta. Indudablemente se hizo esto con el fin de despertarme. El derrumbamiento de las restantes paredes había comprimido a la víctima de mi crueldad en el yeso recientemente extendido. La cal del muro, en combinación con las llamas y el amoníaco del cadáver, produjo la imagen tal como yo la veía.
Aunque prontamente satisfice así a mi razón, ya que no por completo mi conciencia, no dejó, sin embargo, de grabar en mi imaginación una huella profunda el sorprendente caso que acabo de dar cuenta. Durante algunos meses no pude liberarme del fantasma del gato y en todo este tiempo nació en mi alma una especie de sentimiento que se parecía, aunque no lo era, al remordimiento. Llegué incluso a lamentar la pérdida del animal y a buscar en torno mío, en los miserables tugurios que a la sazón frecuentaba, otro favorito de la misma especie y de facciones parecidas que pudiera sustituirle.
Hallábame sentado una noche, medio aturdido, en un bodegón infame, cuando atrajo repentinamente mi atención un objeto negro que yacía en lo alto de uno de los inmensos barriles de ginebra o ron que componían el mobiliario más importante de la sala. Hacía ya algunos momentos que miraba a lo alto del tonel y me sorprendió n o haber advertido el objeto colocado encima. Me acerqué a él y lo toqué. Era un gato negro, enorme, tan corpulento como Plutón, al que se parecía en todo menos en un pormenor: Plutón no tenía un solo pelo blanco en todo el cuerpo, pero éste tenía una señal ancha y blanca aunque de forma indefinida, que le cubría casi toda la región del pecho.
Apenas puse en él mi mano, se levantó repentinamente, ronroneando con fuerza, se restregó contra mi mano y pareció contento de mi atención. Era pues, el animal que yo buscaba. Me apresuré a proponer al dueño su adquisición, pero éste no tuvo interés alguno por el animal. Ni le conocía ni le había visto hasta entonces.
Continué acariciándole y cuando me disponía a regresar a mi casa, el animal se mostró dispuesto a seguirme. Se lo permití, e inclinándome de cuando en cuando, caminamos hacia mi casa acariciándole. Cuando llego a ella se encontró como si fuera la suya y se convirtió rápidamente en el mejor amigo de mi mujer.
Por mi parte, no tardó en formarse en mí una antipatía hacia él. Era, pues, precisamente, lo contrario de lo que yo había esperado. No sé cómo ni por qué sucedió esto, pero su evidente ternura me enojaba y casi me fatigaba. Paulatinamente, estos sentimientos de disgusto y fastidio acrecentaron hasta convertirse en la amargura del odio. Yo evitaba su presencia. Una especie de vergüenza y el recuerdo de mi primera crueldad, me impidieron que lo maltratara. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de tratarle con violencia; pero gradual, insensiblemente, llegué a sentir por él un horror indecible y a eludir en silencio, como si huyera de la peste, su odiosa presencia.
Sin duda, lo que aumentó mi odio por el animal fue el descubrimiento que hice a la mañana del siguiente día de haberlo llevado a casa. Como Plutón, también él había sido privado de uno de sus ojos. Sin embargo, esta circunstancia contribuyó a hacerle más grato a mi mujer, que, como he dicho ya, poseía grandemente la ternura de sentimientos que fue en otro tiempo mi rasgo característico y el frecuente manantial de mis placeres más sencillos y puros.
Sin embargo, el cariño que el gato me demostraba parecía crecer en razón directa de mi odio hacia él. Con una tenacidad imposible de hacer comprender al lector, seguía constantemente mis pasos. En cuanto me sentaba, acurrucábase bajo mi silla, o saltaba sobre mis rodillas, cubriéndome con sus caricias espantosas. Si me levantaba para andar, metíase entre mis piernas y casi me derribaba, o bien, clavando sus largas y agudas garras en mi ropa, trepaba por ellas hasta mi pecho. En esos instantes, aun cuando hubiera querido matarle de un golpe, me lo impedía en parte el recuerdo de mi primer crimen; pero, sobre todo, me apresuro a confesarlo, el verdadero terror al animal.
Este terror no era positivamente el de un mal físico y, no obstante, me sería muy difícil definirlo de otro modo. Casi me avergüenza confesarlo. Aun en esta celda de malhechor, casi me avergüenza confesar que el horror y el pánico que me inspiraba el animal habíanse acrecentado a causa de una de las fantasías más perfectas que es posible imaginar. Mi mujer, no pocas veces, había llamado mi atención con respecto al carácter de la mancha blanca de que he hablado y que constituía la única diferencia perceptible entre el animal extraño y aquel que había matado yo. Recordará, sin duda, el lector que esta señal, aunque grande, tuvo primitivamente una forma indefinida. Pero lenta, gradualmente, por fases imperceptibles y que mi razón se esforzó durante largo tiempo en considerar como imaginaria, había concluido adquiriendo una nitidez rigurosa de contornos.
En ese momento era la imagen de un objeto que me hace temblar nombrarlo. Era, sobre todo, lo que me hacía mirarle como a un monstruo de horror y repugnancia, y lo que, si me hubiera atrevido, me hubiese impulsado a librarme de él. Era ahora, digo, la imagen de una cosa abominable y siniestra: la imagen ¡de la horca! ¡Oh, lúgubre y terrible máquina, máquina de espanto y crimen, de muerte y agonía!
Yo era entonces, en verdad, un miserable, más allá de la miseria posible de la Humanidad. Una bestia bruta, cuyo congénere había yo aniquilado con desprecio, una bestia bruta engendraba en mí —en mí, hombre formado a imagen y semejanza del Altísimo— tan grande e intolerable infortunio. ¡Ay! Ni de día ni de noche conocía yo la paz del descanso. Ni un solo instante, durante el día, dejábame el animal. Y de noche, a cada momento, cuando salía de mis sueños lleno de indefinible angustia, era tan sólo para sentir el aliento tibio de la cosa sobre mi rostro y su enorme peso, encarnación de una pesadilla que yo no podía separar de mí y que parecía eternamente posada en mi corazón.
Bajo tales tormentos sucumbió lo poco que había de bueno en mí. Infames pensamientos convirtiéronse en mis íntimos; los más sombríos, los más infames de todos los pensamientos. La tristeza de mi humor de costumbre se acrecentó hasta hacerme aborrecer a todas las cosas y a la Humanidad entera. Mi mujer, sin embargo, no se quejaba nunca. ¡Ay! Era mi paño de lágrimas de siempre. La más paciente víctima de las repentinas, frecuentes e indomables expansiones de una furia a la que ciertamente me abandoné desde entonces.
Para un quehacer doméstico, me acompañó un día al sótano de un viejo edificio en el que nos obligara a vivir nuestra pobreza. Por los agudos peldaños de la escalera me seguía el gato y, habiéndome hecho tropezar la cabeza, me exasperó hasta la locura. Apode rándome de un hacha y olvidando en mi furor el espanto pueril que había detenido hasta entonces mi mano, dirigí un golpe al animal, que hubiera sido mortal si le hubiera alcanzado como quería. Pero la mano de mi mujer detuvo el golpe. Una rabia más que diabólica me produjo esta intervención. Liberé mi brazo del obstáculo que lo detenía y le hundí a ella el hacha en el cráneo. Mi mujer cayó muerta instantáneamente, sin exhalar siquiera un gemido.
Realizado el horrible asesinato, inmediata y resueltamente procuré esconder el cuerpo. Me di cuenta de que no podía hacerlo desaparecer de la casa, ni de día ni de noche, sin correr el riesgo de que se enteraran los vecinos. Asaltaron mi mente varios proyectos. Pensé por un instante en fragmentar el cadáver y arrojar al suelo los pedazos. Resolví después cavar una fosa en el piso de la cueva. Luego pensé arrojarlo al pozo del jardín. Cambié la idea y decidí embalarlo en un cajón, como una mercancía, en la forma de costumbre, y encargar a un mandadero que se lo llevase de casa. Pero, por último, me detuve ante un proyecto que consideré el más factible. Me decidí a emparedarlo en el sótano, como se dice que hacían en la Edad Media los monjes con sus víctimas.
La cueva parecía estar construida a propósito para semejante proyecto. Los muros no estaban levantados con el cuidado de costumbre y no hacía mucho tiempo había sido cubierto en toda su extensión por una capa de yeso que no dejó endurecer la humedad.
Por otra parte, había un saliente en uno de los muros, producido por una chimenea artificial o especie de hogar que quedó luego tapado y dispuesto de la misma forma que el resto del sótano. No dudé que me sería fácil quitar los ladrillos de aquel sitio, colocar el cadáver y emparedarlo del mismo modo, de forma que ninguna mirada pudiese descubrir nada sospechoso.
No me engañó mi cálculo. Ayudado por una palanca, separé sin dificultad los ladrillos, y, habiendo luego aplicado cuidadosamente el cuerpo contra la pared interior, lo sostuve en esta postura hasta poder establecer sin gran esfuerzo toda el enlucido a su estado primitivo. Con todas las precauciones imaginables, me preocupé una argamasa de cal y arena, preparé una capa que no podía distinguirse de la primitiva y cubrí escrupulosamente con ella el nuevo tabique.
Cuando terminé, vi que todo había resultado perfecto. La pared no presentaba la más leve señal de arreglo. Con el mayor cuidado barrí el suelo y recogí los escombros, miré triunfalmente en torno mío y me dije: "Por lo menos, aquí, mi trabajo no ha sido infructuoso".
Mi primera idea, entonces, fue buscar al animal que fue causante de tan tremenda desgracia, porque, al fin, había resuelto matarlo. Si en aquel momento hubiera podido encontrarle, nada hubiese evitado su destino. Pero parecía que el artificioso animal, ante la violencia de mi cólera, habíase alarmado y procuraba no presentarse ante mí, desafiando mi mal humor. Imposible describir o imaginar la intensa, la apacible sensación de alivio que trajo a mi corazón la ausencia de la detestable criatura. No se presentó en toda la noche, y ésta fue la primera que gocé desde su entrada en la casa, durmiendo tranquila y profundamente. Sí; dormí con el peso de aquel asesinato en mi alma.
Transcurrieron el segundo y el tercer día. Mi verdugo no vino, sin embargo. Como un hombre libre, respiré una vez más. En su terror, el monstruo había abandonado para siempre aquellos lugares. Ya no volvería a verle nunca: mi dicha era infinita. Me inquietaba muy poco la criminalidad de mi tenebrosa acción. Iniciose una especie de sumario que apuró poco las averiguaciones. También se dispuso un reconocimiento, pero, naturalmente, nada podía descubrirse. Yo daba por asegurada mi felicidad futura.
Al cuarto día después de haberse cometido el asesinato, se presentó inopinadamente en mi casa un grupo de agentes de policía y procedió de nuevo a una rigurosa investigación del local. Sin embargo, confiado en lo impenetrable del escondite, no experimenté ninguna turbación.
Los agentes quisieron que les acompañase en sus pesquisas. Fue explorado hasta el último rincón. Por tercera o cuarta vez bajaron por último a la cueva. No me alteré lo más mínimo. Como el de un hombre que reposa en la inocencia, mi corazón latía pacíficamente. Recorrí el sótano de punta a punta, crucé los brazos sobre mi pecho y me paseé indiferente de un lado a otro. Plenamente satisfecha, la policía se disponía a abandonar la casa. Era demasiado intenso el júbilo de mi corazón para que pudiera reprimirlo. Sentía la viva necesidad de decir una palabra, una palabra tan sólo a modo de triunfo, y hacer doblemente evidente su convicción con respecto a mi inocencia.
—Señores —dije, por último, cuando los agentes subían la escalera—, es para mí una gran satisfacción haber desvanecido sus sospechas.
Deseo a todos ustedes una buena salud y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, señores, tienen ustedes aquí una casa muy bien construida —apenas sabía lo que hablaba, en mi furioso deseo de decir algo con aire deliberado—. Puedo asegurar que ésta es una casa excelentemente construida. Estos muros... ¿Se van ustedes, señores? Estos muros están construidos con una gran solidez.
Entonces, por una fanfarronada frenética, golpeé con fuerza, con un bastón que tenía en la mano en ese momento, precisamente sobre la pared del tabique tras el cual yacía la esposa de mi corazón.
¡Ah! Que por lo menos Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio. Apenas húbose hundido en el silencio el eco de mis golpes, me respondió una voz desde el fondo de la tumba. Era primero una queja, velada y encontrada como el sollozo de un niño. Después, en seguida, se transformó en un chillido prolongado, sonoro y continuo, completamente anormal e inhumano. Un alarido, un aullido, mitad horror, mitad triunfo, como solamente puede brotar del infierno, horrible armonía que surgiera al unísono de las gargantas de los condenados en sus torturas y de los demonios que gozaban en la condenación.
Sería una locura expresaros mis sentimientos. Me sentí desfallecer y, tambaleándome, caí contra la pared opuesta. Durante un instante detuviéronse en los escalones los agentes. El terror los había dejado atónitos. Un momento después, doce brazos robustos atacaron la pared, que cayó a tierra de un golpe. El cadáver, muy desfigurado ya y cubierto de sangre coagulada, apareció, rígido, a los ojos de los circundantes.
Sobre su cabeza, con las rojas fauces dilatadas y llameando el único ojo, se posaba el odioso animal cuya astucia me llevó al asesinato y cuya reveladora voz me entregaba al verdugo. Yo había emparedado al monstruo en la tumba.

EE.UU, 1809/1849

lunes, 13 de febrero de 2012

TEXTOS GANADORES CONCURSO LITERARIO 2011: RICARDO DANIEL SIERRA

Tristeza

(Primera Mención Poesía)


Me gusta oír el suspiro del viento

porque pone a latir mi corazón,

un caballo en carrera desbocado,

al compás del mar sobre mis pies

cargado con mil lágrimas del cielo.

Es triste escuchar en el absurdo silencio

el lamento de los ángeles

al ver morir la magia de las flores

y ver caer sus pétalos

como las alas de sus espaldas.


RICARDO DANIEL SIERRA

E.E.M.P.A.Nº 1249 “Ricardo José García” – Correa (Santa Fe)

TEXTOS GANADORES CONCURSO LITERARIO 2011: MARÍA ADELA SCHAMNE

MONTAÑAS Y FRÍO

(Primer Premio Poesía)


Suben la cuesta, hacen frente a la soledad.
¿Qué buscan estos intrépidos en los desiertos inermes y helados?
La actividad es peligrosa, no quimérica.
Entre el cielo y la tierra,entre los riscos obstinados,
y laderas de flores silvestres, hay bellezas relentes.
Planicies y montañas de nieve,oquedad de piedras y areniscas,
frágiles pasaderas sobre profundas grietas relegadas,
nada los amedrenta y resisten la inclemencia del indómito paisaje.
El sol se duerme entre los altivos peñascos,
en busca del ocaso,en un cielo matizado de nubes temerosas.
Envuelta en brumas,la luna, lángida y despreocupada
advierte su proximidad con rayos de plata, en este crepúsculo que emigra.
La ventisca nívea y helada les susurra la necesidad de buscar resguardo
en este páramo agreste.
Sus almas sosegadas se abandonan
a la contemplación de lo desconocido.
La cima los incita a continuar,
alucinan con llegar, atormentados y ávidos por el misterio de lo ignoto.
Los subyuga la magnífica altivez de las cumbres de cúspides nevadas
donde las nubes se ciñen para dormir sueños nostálgicos.
Este preludio les revela, sin pudor ni cobardía, su humana condición,
y vacilan ante la magnificiecia de esta cordillera ancestral.
Con la última imagen en sus retinas y vencidos por el sueño,
cierran sus ojos confiados en un mañana promisorio.

MARÍA ADELA SCHAMNE

Exalumna E.E.M.P.A. Nº 1007 “Libertad” (Rafaela – Santa Fe)

TEXTOS GANADORES CONCURSO LITERARIO 2011: SILVINA PAULA CALVO - ALEXIS NICOLÁS BERTHOLT - MARIA GIMENA SCHNIDRIG


LA CONFESIÓN

(Segunda Mención Cuento Breve)


_ Perdóneme, padre, porque he pecado.

_ ¿Cuál es tu falta?

_ He matado a un hombre.

Frente a semejante confesión, el párroco salió de su estado de somnolencia. Claro, nada pasaba en ese recóndito lugar.

Una semana antes, en esa misma iglesia, Florencia estaba con el párroco ultimando los detalles de su boda. Se iba a casar con Juan Felipe Sandoval, un hacendado del pueblo. Un hombre respetado, pero, también temido y muy odiado.

Juan era viudo y tenía dos hijos grandes. Florencia era cocinera en un restaurante del pueblo. Siempre había estado enamorada de él, pero el destino los había llevado por diferentes caminos hasta ahora que, por fin, iban a concretar su amor.

Ese lunes al salir de la iglesia, Florencia recibió una triste e inesperada noticia. Su amado estaba muerto, a primera vista se había quitado la vida. Entonces, inmediatamente salió rumbo a la estancia “Sandoval”, con lágrimas en los ojos y el corazón hecho pedazos. Efectivamente, Juan yacía en su habitación desangrado y con el arma en su mano.

La tristeza se respiraba; la muerte estaba en el aire y la duda comenzaba a aparecer en cada uno de los rincones de la casa. ¿Por qué quitarse la vida una semana antes de su casamiento? se lo veía feliz, ¿por qué no despedirse a través de una carta?

Pronto, en el pueblo ya se estaba hablando de aquello, y lo que es peor a nadie le cerraba lo del suicidio, para muchos podía haber sido un asesinato.

Después del funeral, los hijos del difunto, junto con Florencia, fueron a ver al comisario del pueblo para exigirle una investigación.

El comisario era un hombre despreocupado con muy pocas ganas de investigar lo que para él, sin dudas, era un suicidio. Pero tras la insistencia de los jóvenes y de la dama, accedió. ¿Por dónde empezar? don Juan Sandoval era un hombre muy odiado, pero ¿quién pudo tener el valor de asesinarlo?

Entonces, decidió comenzar por la casa de los Ramírez. Gente de campo, trabajadora, pero, según algunas voces chismosas, odiaban a don Juan porque él los había dejado sin trabajo.

_ Nosotros no lo matamos- dijeron. Ese día fuimos a la ciudad para realizar unas compras, la señora del almacén lo pueden confirmar- agregaron.

_ Muy bien- dijo el comisario, anotando sus nombres en la lista de los sospechosos.

Después de esto fue a interrogar a Fermín Montenegro, dueño de la hacienda vecina a la del difunto. A Fermín se lo conocía por haber tenido numerosos enfrentamientos, ya que sostenía que le había robado animales. Tal vez, ese podía ser el móvil del crimen.

_ Yo no fui – dijo. Ese día y a esa hora estaba en los corrales marcando unas reses- afirmó.

_ ¿Tiene testigos?- preguntó el comisario.

_ Sólo mi hijo de once años- dijo.

Así también, el comisario marcó el nombre de don Fermín en su lista de sospechosos y se dirigió a la casa de Ricardo Quiroga, un borracho del pueblo, que había estado preso por un robo en la hacienda Sandoval, y juró vengarse de don Juan por los años que había pasado en prisión.

Grande fue la sorpresa del comisario, cuando llegó a la casa de Ricardo, quien se encontraba muerto. Hacía un par de días que había fallecido, y como no tenía familia ni amigos, nadie lo había notado.

Como era imposible interrogarlo, al comisario, se le ocurrió una idea. Tenía frente a él al autor del crimen. Ya había resuelto el caso.

Finalmente, informó a los hijos de don Juan que había dado con el asesino de su padre, pero que, lamentablemente, había muerto de un infarto tras confesar su culpabilidad y pedir perdón.

Al pobre borracho lo enterraron en el cementerio sin darle cristiana sepultura ni nada de eso. Nadie lloró sobre su tumba.

Mientras tanto, en el pueblo corría la noticia del hecho esclarecido.

_Dime, hijo, ¿por qué dices que has matado a un hombre?

_ Porque es la verdad, padre, yo fui quien acabó con la vida de Juan Sandoval. Yo disparé el arma y lo puse en su mano, luego cerré con llave la puerta de su habitación y salí de ahí sin ser visto por nadie.

_ Pero, ¿por qué, hijo mío, por qué?

_ Por amor- dijo el comisario. Toda mi vida he estado enamorado de Florencia y no pude saberla de otro modo. Tuve que actuar antes de perderla. Traté de hablar con Juan y decirle que se alejara de ella, que si no era mía no iba a ser de nadie, pero no quiso escucharme, así que no me quedó más remedio…

El padre le dijo que se arrepienta de corazón para obtener el perdón de Dios, y que rece por la sanación de su alma. Todo quedó guardado en secreto de confesión. Salió de la iglesia y se dirigió a la comisaría, donde sus labores de comisario lo esperaban y tal vez consolar a una triste mujer.

SILVINA PAULA CALVO - ALEXIS NICOLÁS BERTHOLT

MARIA GIMENA SCHNIDRIG

E.E.M.P.A. Nº 1278 - Humbodt (Anexo Nuevo Torino) - Santa Fe

TEXTOS GANADORES CONCURSO LITERARIO 2011: FABIO TRONCOSO


Exilio hacia el seguir del viento

(Primer Premio Cuento Breve)


Sucias butacas que acogen un vaivén de gemidos silenciosos y frases vacías en péndulo, repugnante alfombra, condenada a cargar con las más impías cosas, ambas cosas estrangulan la luz de los reflectores.

¡Bienvenida, toma asiento en la butaca 22, las demás están ocupadas por el vacío!

Mientras las pálidas y frías manos jalan de las sogas de ambos lados del escenario, el emparchado y deshilachado telón, muestra las mascaras que están arriba. Una simboliza la tristeza y la otra felicidad, la cual sólo puede verse del lado izquierdo, porque la mala ubicación de éstas, hizo que el telón la opaque.

Aparece en escena, un hombre vestido de blanco hasta los zapatos, con la máscara de la tristeza y otra persona vestida completamente opuesta con la máscara del… ¿horror?, la cual es asesinada por el sujeto de negro.

Es un teatro mudo, los actores se levantan y saludan al público. Te saludan, acabaron de interpretar “Los puñales hablan más que palabras”.

Se cierra el telón y luego se abre.

Sale el actor con la máscara de la tristeza, esta vez vestido negro, se tambalea, se oyen murmuros muy leves, casi ni se escucha, como si estuviera soñando.

Esta vez posee una galera gris, una vara con punta, bastante extraña, color plateado.

Toma una capa, la coloca unos varios centímetros arriba de su galera. Está completamente cubierto por ésta, no se ve.

De pronto y en menos de un instante, deja caer la capa y él ya no existe.

Acaba de realizar un acto de desaparición, denominado “El silencio”, ¿ves las hilachas por el aire?

Mira hacia el piso, ese trozo de tela oscura es…, obvio que yace oscuro bajo los suelos.



* * *


Un bisturí sobre la carta

(Segunda Mención Poesía)


Como fría manos que cosechan la angustia y el dolor que me has dejado,

Hoy cierro mis ensangrentados puños,

Ante la torre de la encadenada bestia que habita en mis pesadillas, ese súcubo eres tú.

Pienso sucumbirme a enfrentarte otra vez,

Debido a que la fría hoja que atravesó tu corazón,

forza entristecer el mío,

E hizo que mis sentimientos sufrieran el martirio de enfrentarse en mi mente,

Lo que provocó que el fulgor de mis lujuriosos ojos se apaguen.

Los yacimientos de tus sueños que comenzaste a construir

En mis esperanzas perdidas, yacen hoy en escombros…

Mientras admiro cómo eres tragada

Y consumida lentamente por el engaño, que me has causado.

Necio ante ésta situación, un recuerdo escapa de la tortura,

Cuando en los días en que yo te amaba, el sol brillaba ante nuestros ojos.

Hoy, ese día está naufragando en un océano de papel,

Junto con cálidas y húmedas gotas de sangre en la gruta del olvido…

Aunque ya no puedo traer el ayer. Hoy, sólo quiero besar

Tus rústicos labios vidriados cubiertos de fina seda.

Para alivianar mi orgullo y mí angustia. ¡Adiós! ¡Tanto tiempo!

¡No te olvides de tu corazón! ¡No lo dejes aquí conmigo!...

En la luz, e incluso en la oscuridad, recuérdame por siempre.



FABIO TRONCOSO

E.E.M.P.A. Nº 1251 "Emilio Cayetano Atorresi" (Carcarañá - Santa Fe)

jueves, 9 de febrero de 2012

SPINETTA, LUIS ALBERTO: Tema de Pototo


Para saber cómo es la soledad
habrás de ver que a tu lado no está
quien nunca a ti te dejaba pensar
en dónde estaba el bien
en dónde la maldad.

La soledad es un amigo que no está,
es su palabra que no ha de llegar igual.
Si es que sus sueños son luces en torno a ti,
tú te das cuenta que él ya nunca ha de morir,
nunca ha de morir.

Al observar cómo muere la flor
tú verás que también muere la paz,
es que esa paz revivirá en su voz,
la flor te la dará para plantarla igual.

La soledad es un amigo que no está,
es su palabra que no ha de llegar igual.
Si es que sus sueños son luces en torno a ti,
tú te das cuenta que él ya nunca ha de morir,
nunca ha de morir.

Para saber cómo es la soledad
habrás de ver que un amigo no está...

Luis Alberto Spinettta
"Almendra"
(Argentina, 1950/2012)