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sábado, 8 de septiembre de 2012

GIARDINELLI, MEMPO: PARA TODA LA ETERNIDAD




Metió la segunda y entró en la ruta 14 como enojado con el sol reverberante de la tarde correntina. La Efe Cien parecía correr hacia el cielo, enmarcada por los dos grandes ríos, cuando Felipe empezó a contarme la historia del imposible amor de sus padres.
No dejaba de ser una historia triste, cursi como la de casi todos los encuentros amorosos, pero con el aditamento de la tragedia: el padre de Felipe tenía solo treinta y cuatro años cuando murió de un ataque al corazón, mientras manejaba el tractor de la chacra.
—Mi vieja tenía diez años menos y hacía solo uno que estaban casados. Y seguro que se casaron vírgenes, como se estilaba antes —dijo Felipe, enganchando la tercera—. Se fueron de luna de miel a Curitiba y volvieron y se instalaron aquí. Pongámosle que vivieron algunos meses de felicidad, durante los cuales me encargaron a mí. Todo era perfecto para ellos hasta que el diablo metió la cola: mi viejo se murió justo dos semanas antes de que yo naciera.
Habíamos estado tomando mates en la casona, cebados por la Negra Augusta, la ya anciana nodriza de Felipe, y viendo a la purretada toda de duelo, como contenida por ese riguroso luto correntino custodiado por santos y velones por todos lados. Porque la muerte, en Corrientes, no es una mera circunstancia previsible en la vida de cualquiera. La muerte, en esa tierra, es una tragedia siempre renovadamente definitiva que impacta en las familias por todo un novenario de rezos y salmodias que desestabilizan hasta el aire.
Doña María Luisa había fallecido la semana anterior y todos, en la estancia, estaban apagados, como si el sol no existiera, como si el luto inundara las almas de manera que aun la luminosidad pareciese negra.
Apenas me enteré, decidí que iría a pasar ese fin de semana con Felipe. Desde que llegara, dos días antes, habíamos charlado y evocado los tiempos de la Facultad, cuando estudiábamos juntos y compartíamos otros rituales: el mate, el asado, la ginebra, las mujeres y la desganada conversación intrascendente.
Enseguida me di cuenta, sin embargo, de que Felipe masticaba alguna bronca. No era desconsuelo; era rabia. Él me lo explicó esa tercera tarde, cuando fuimos a hacer unas compras al pueblo y regresábamos por el camino de tierra que llevaba al casco de la estancia:
—Fue una madre ejemplar. A mí me crió a lo macho, a guascazos me inculcó el trabajo y el estudio. Todo muy bien, chamigo, pero…
Hizo silencio y yo vi que la tristeza le ganaba los ojos. O era una rabia profunda, o era esa idea que ya le andaba dando vueltas, o las dos cosas.
—De chico no me di cuenta. Pero el recato de mi vieja se me fue haciendo incomprensible con los años. Porque yo estudiaba en Corrientes y venía a verla todos los fines de semana, y en las vacaciones, y la vi hacerse hembra. La vi caliente y en flor, pero siempre reprimida. Codiciada, la vi, pero virtuosa. Mutiladamente virtuosa, como eran las viudas de antes.
Cuando nos sentamos a tomar los mates que nos esperaban, él se desentendió de no sé qué problema con unos terneros perdidos en un estero cerca de Virasoro. Yo me mantuve en silencio, y cambié sigilosamente la yerba del mate como para que nada distrajera el monólogo que enhebraba Felipe.
—Y me hice hombre, chamigo, y entendí que más allá de mis probables celos de hijo, era ley que mi vieja, que cruzó los treinta hecha una flor, bellísima, porque vos no te imaginás lo linda que era, era ley, digo, que amara a otros hombres y que muchos hombres la amaran… Pero ella, che, como si se le hubiese muerto la hembritud: todo el día meta rezar, puro ir a la iglesia y someterse a este pueblo de lengualargas e inquisidores, marchitándose igual que margaritas quemadas al sol.
Encendió un Particulares y soltó el humo como si lo escupiera.
—Y así se le pasó la vida. Y su virtud fue inútil como el ladrido de los perros a la luna. Y ahora va y se me muere a sus todavía jóvenes y agriados cincuenta y cuatro años, chamigo, y esa virtud idiota es lo único que no puedo soportar.
Se puso de pie y caminó hacia la tranquera, a la que había llegado un paisano a caballo. Con el chambergo negro, aludo y de copa chata, típico de los arrieros correntinos, el hombre dijo unas pocas palabras. Felipe le dijo algo y el gaucho se atusó el bigote respetuosamente y tiró de las riendas del zaino para darlo vuelta. Se alejó a tranco lento, por el camino que lo había traído, rumbo al pavimento, para el lado del río Uruguay. Felipe volvió, cabizbajo y con el ceño fruncido.
—Pésames —dijo, con amargura, mientras se sentaba en el banquito a mi lado y recibía otro mate.
Yo advertí que la tarde se moría detrás del eucaliptal.
—Mirá qué lindo se va a poner el crepúsculo —le dije como para cambiar de tema.
—Lo único que sabe este pueblo es votar sin saber lo que vota, y dar sentidos pésames —dijo Felipe, como si no me hubiese escuchado.
Estuvimos un rato en silencio, mientras el sol se hundía entre los árboles para ponerle más tristeza a la tarde. Me maravilló el espectáculo de ese enorme globo rojo que es tragado por la línea del horizonte, como si en la unión de tierra y cielo hubiese una ciénaga implacable que todos los días asesina el día.
Felipe escupió un gargajo blanco que con rara puntería pasó entre los alambres del gallinero, varios metros más allá. Y dijo:
—Pero yo, que creo en el amor, anteayer tomé la decisión y con Augusta vamos a ir al cementerio esta noche a poner las cosas en su lugar. Si querés venir…
Asentí con la cabeza y confirmé un por supuesto, aunque no tenía idea de cuál era la idea fija de Felipe. Él me miró como si yo hubiese entendido. En sus ojos había una mezcla de sorpresa y agradecimiento. Al menos eso me pareció.
Cenamos unas deliciosas milanesas de anguila y el infaltable postre de la región: queso con dulce de mamón.
Partimos después del café y de un par de ginebras, tarde, como a las once y media de la noche, que es una hora avanzadísima para las costumbres del campo. Todo el mundo dormía, salvo nosotros y la Negra Augusta, que se había puesto unos bombachos viejos, de hombre, y apareció junto a la camioneta con una caja de herramientas y una enorme linterna de camionero.
Cruzamos el pueblo y seguimos, camino a Libres, como unos cinco kilómetros. Felipe estacionó la camioneta junto al portón del cementerio, que era un campito de dos hectáreas perimetradas por una sencilla alambrada de púas. Caminamos hasta que Augusta se detuvo frente a un par de tumbas: una mampostería antigua, una reciente.
Los tres nos persignamos, respetuosos, y enseguida Felipe abrió la caja y sacó una llave inglesa y una pinza. La lápida de la tumba de su padre le dio más trabajo, naturalmente, porque los cuatro bulones estaban herrumbrados.
Augusta y yo lo miramos trabajar. El silencio de los tres, y el de la noche toda, solo quebrado por el ruido de los metales, era abrumador.
Cuando Felipe terminó la tarea y levantó las dos lápidas, con la mujer se ocuparon de destapar ambos cajones. Yo era un mudo —y confieso que espantado— testigo que no hacía nada. Ni ofrecí ni me pidieron ayuda.
—Mamá sigue entera —comentó Felipe, en voz baja, como para que solo la Negra Augusta lo escuchara.
Y era cierto, por lo que pude ver. El cadáver, vestido completamente de blanco y con el pelo negro recogido en un rodete todavía impecable, despedía un olor acre, repugnante, que era lo único que desentonaba, curiosamente, en esa noche preciosa, de luna alta y firmamento estrellado y luminoso.
En el otro féretro, puros huesos. Un esqueleto enorme, era, y denotaba que el padre de Felipe había sido un hombre recio, alto, fornido. O eran ideas mías, que miraba todo con azoramiento, mudo y quieto.
Y entonces sucedió lo más impresionante de esa noche inolvidable.
Felipe y Augusta alzaron el cadáver de Doña María Luisa, que tenía una rigidez de muñeco algo ridícula, pero a la vez frágil.
A mí me pareció que es cuerpo podía quebrarse en el traslado. Pero no sucedió, acaso por la velocidad con que lo dieron vuelta y lo colocaron, boca abajo, sobre el esqueleto en la otra tumba.
Felipe terminó de acomodarlos y se puso de pie y miró a sus padres, o a lo que quedaba de ellos.
Después se agachó una vez más para ordenar unos pliegues del vestido de su madre y ahí estuvo un rato, maniobrando los dos cadáveres.
Me di cuenta de que Felipe lo que hacía era juntar ambas pelvis.
La Negra Augusta se largó a rezar un avemaría. Un murmullo como de pájaros roncos.
Felipe cerró los dos cajones, y luego recolocó ambas lápidas. A la luz de la luna pude verle en la cara una incalificable serenidad, como un inmenso alivio.
Cuando salimos del cementerio y trepamos la camioneta, la Negra Augusta todavía rezaba.
Al poner en marcha el motor Felipe miró hacia el cielo, a través del parabrisas, como buscando algo en el firmamento. No sé qué buscaba ni si lo encontró. Pero soltó un suspiro largo y ronco y, mientras enfilaba la camioneta hacia la ruta 14, declaró para sí mismo, y para nosotros y la noche y para nadie, que ahora sí los dejo pelvis contra pelvis, carajo, para que se amen por toda la eternidad.


(Argentina, 1947)

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