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jueves, 20 de junio de 2013

DOLINA, Alejandro: Máscaras



Según cuentan algunos, el corso de la avenida La Plata, en Santos Lugares, era utilizado frecuentemente por ángeles y demonios cuando tenían que cumplir alguna misión terrestre. Solía decirse también que entre todas las máscaras del corso, una era el diablo. Los hechiceros de Lourdes y Villa Lynch aprovechaban aquellas jornadas para suscribir convenios de toda clase con los poderes de las tinieblas. Tras las caretas espeluznantes se ocultaba el verdadero horror de las caras del mal.
Los hombres sensibles de Flores solían pasearse por allí tratando de reconocer el sello de las legiones, o bien gritando frases ingeniosas en el oído de las muchachas. Cada vez que sospechaban el carácter sobrenatural de algún enmascarado, comenzaban a acosarlo tratando de provocar alguna reacción reveladora.
Nunca tuvieron suerte. Las mascaritas eran muy diestras en la ocultación de investiduras infernales o eran, lisa y llanamente, sifoneros o ferroviarios disfrazados de Mandinga.
Una noche, un mozo alto, vestido de Arlequín, les pareció el finado Antúnez, un pintor de la calle Morón que llevaba diez años muerto. 
Indagada a fondo, aquella máscara negó terminantemente la identidad que se le atribuía. El ruso Salzman, a quien Antúnez le debía sesenta pesos, exigió al hombre la exhibición plena de su rostro y la devolución de la suma precitada. El finado Antúnez huyó a la carrera y se perdió entre los vagones de los talleres del ferrocarril. 
En la última jornada de aquellos mismos carnavales, una figura cubierta con una capa negra se acercó a Manuel Mandeb, que había llegado solo hasta el extremo del corso. 
—Soy la Muerte —dijo. 
Mandeb señaló su mediocre indumentaria de pirata y declaró que era el Capitán Morgan. La figura insistió.
—Disculpe. No ha sido mi intención dar título a mi disfraz. Soy la Muerte, más allá de cualquier metáfora. Y si me permite la franqueza, vengo a llevármelo. 
Manuel Mandeb entornó los ojos y levantó el índice, como quien se apresta a una refutación. Después dio media vuelta y salió corriendo por avenida La Plata en dirección a Rodríguez Peña. Al cabo de una cuadra y media de persecución, la figura lo alcanzó.
—Déjese de payasadas —dijo jadeando—, venga conmigo. Lo único que falta es que me haga un escándalo en plena calle. 
—Me va a tener que arrastrar —gritó Mandeb, muerto de miedo— Además, me parece que usted no es más que un sifonero, o quizás un ferroviario disfrazado. 
La Muerte alzó un brazo y Mandeb quedó helado. Quiso moverse, pero no pudo. 
Tal como suele ocurrir en estos casos, pasaron por su mente los episodios principales de toda una vida. Mandeb advirtió, sin embargo, que esa vida no era la suya. Se atrevió a una objeción desesperada. 
—Me parece que usted está buscando a otra persona. 
—Yo busco al que encuentro. Nadie es otra persona. 
—¿No podría ir a morirme a un lugar más discreto? Aquí está lleno de gente y si hay algo que no soporto es estar muerto en medio del corso de avenida La Plata, frente a una muchedumbre de curiosos.
—¡Basta! No trate de ganar tiempo. 
En ese momento apareció una muchacha deslumbrante vestida de ángel. Era Beatriz Velarde, el amor imposible de Mandeb, la novia ausente, la mujer que lo había amado solo por un rato. Lucía unas alas de color celeste y un antifaz de plata ocultaba sus ojos. Mandeb la reconoció por las tetas.
—¿Qué es lo que pasa? —dijo el ángel. 
—Soy la Muerte y vengo a llevarme a este caballero. 
El ángel se acercó a Mandeb y lo besó en la boca. 
—Muy bien. Ahora no te lo podrás llevar. Si un ángel besa a un moribundo, la Parca debe retroceder. 
La Muerte miró largamente a Beatriz Velarde. Era difícil no confundirla con un ángel. Sin decir una palabra, dio media vuelta y desapareció detrás de una murga. Mandeb quiso tomar la mano de Beatriz, pero ella le tiró una serpentina y salió corriendo. 
Durante el resto de la noche, el pensador de Flores buscó infructuosamente al ángel por todo el corso. Se asomó a la pizzería "Los ases", revisó los palcos, entró en la heladería "Pololo", preguntó a sus amigos. Ya era de día cuando llegó a su casa. 
Después, durante toda su vida, siguió buscando a Beatriz. Pero ella no volvió a besarlo.
(Argentina,1944)



viernes, 14 de junio de 2013

ANDERSON IMBERT, Enrique: Las últimas miradas


El hombre mira a su alrededor. Entra en el baño. Se lava las manos. El jabón huele a violetas. Cuando ajusta la canilla, el agua sigue goteando. Se seca. Coloca la toalla en el lado izquierdo del toallero: el derecho es el de su mujer. Cierra la puerta del baño para no oír el goteo. Otra vez en el dormitorio. Se pone una camisa limpia: es de puño francés. Hay que buscar los gemelos. La pared está empapelada con dibujos de pastorcitas y pastorcitos. Algunas parejas desaparecen debajo de un cuadro que reproduce Los amantes de Picasso, pero más allá, donde el marco de la puerta corta un costado del papel, muchos pastorcitos se quedan solos, sin sus compañeras. Pasa al estudio. Se detiene ante el escritorio. Cada uno de los cajones de ese mueble grande como un edificio es una casa donde viven cosas. En una de esas cajas las cuchillas de la tijera deben de seguir odiándoles como siempre. Con la mano acaricia el lomo de sus libros. Un escarabajo que cayó de espaldas sobre el estante agita desesperadamente sus patitas. Lo endereza con un lápiz. Son las cuatro del la tarde. Pasa al vestíbulo. Las cortinas son rojas. En la parte donde les da el Sol, el rojo se suaviza en un rosado. Ya a punto de llegar a la puerta de salida se da vuelta. Mira a dos sillas enfrentadas que parecen estar discutiendo ¡todavía! Sale. Baja las escaleras. Cuenta quince escalones. ¿No eran catorce? Casi se vuelve para contarlos de nuevo pero ya no tiene importancia. Nada tiene importancia. Se cruza a la acera de enfrente y antes de dirigirse hacia la comisaría mira la ventana de su propio dormitorio. Allí dentro ha dejado a su mujer con un puñal clavado en el corazón.

(Argentina, 1910/2000)

  

martes, 11 de junio de 2013

JUAN RUIZ, ARCIPRESTE DE HITA: DISPUTA POR SEÑAS



Sucedió una vez que los romanos, que carecían de leyes para su gobierno, fueron a pedirlas a los griegos, que sí las tenían. Estos les respondieron que no merecían poseerlas, ni las podrían entender, puesto que su saber era tan escaso. Pero que si insistían en conocer y usar estas leyes, antes les convendría disputar con sus sabios, para ver si las entendían y merecían llevarlas. Dieron como excusa esta gentil respuesta.
Respondieron los romanos que aceptaban de buen grado y firmaron un convenio para la controversia. Como no entendían sus respectivos lenguajes, se acordó que disputasen por señas y fijaron públicamente un día para su realización.
Los romanos quedaron muy preocupados, sin saber qué hacer, porque no eran letrados y temían el vasto saber de los doctores griegos. Así cavilaban cuando un ciudadano dijo que eligieran un rústico y que hiciera con la mano las señas que Dios le diese a entender: fue un sano consejo.
Buscaron un rústico muy astuto y le dijeron: “Tenemos un convenio con los griegos para disputar por señas: pide lo que quieras y te lo daremos, socórrenos en esta lid”.
Lo vistieron con muy ricos paños de gran valor, como si fuera doctor en filosofía. Subió a una alta cátedra y dijo con fanfarronería: “De hoy en más vengan los griegos con toda su porfía”. Llegó allí un griego, doctor sobresaliente, alabado y escogido entre todos los griegos. Subió a otra cátedra, ante todo el pueblo reunido. Comenzaron sus señas como se había acordado.
Levantose el griego, sosegado, con calma, y mostró solo un dedo, el que está cerca del pulgar; luego se sentó en su mismo sitio. Levantose el rústico, bravucón y con malas pulgas, mostró tres dedos tendidos hacia el griego, el pulgar y otros dos retenidos en forma de arpón y los otros encogidos. Se sentó el necio, mirando sus vestiduras.
Levantose el griego, tendió la palma llana y se sentó luego plácidamente. Levantose el rústico con su vana fantasía y con porfía mostró el puño cerrado.
A todos los de Grecia dijo el sabio: “Los romanos merecen las leyes, no se las niego”. Levantáronse todos en sosiego y paz. Gran honra proporcionó a Roma el rústico villano.
Preguntaron al griego que fue lo que dijera por señas al romano y qué le respondió este. Dijo: “Yo dije que hay un Dios, el romano dijo que era uno en tres personas e hizo tal seña. Yo dije que todo estaba bajo su voluntad. Respondió que en su poder estábamos, y dijo verdad. Cuando vi que entendían y creían en la Trinidad, comprendí que merecían leyes certeras”.
Preguntaron al rústico cuáles habían sido sus ocurrencias: “Me dijo que con un dedo me quebraría el ojo: tuve gran pesar e ira. Le respondí con saña, con cólera y con indignación que yo le quebraría, ante toda la gente, los ojos con dos dedos y los dientes con el pulgar. Me dijo después que de esto que le prestara atención, que me daría tal palmada que los oídos me vibrarían. Yo le respondí que le daría tal puñetazo que en toda su vida no llegaría a vengarse. Cuando vio la pelea tan despareja dejó de amenazar a quien no le temía”.
Por eso dice la fábula de la sabia vieja: “No hay mala palabra si no es tomada a mal. Verá que es bien dicha si fue bien entendida”.

(De “Libro del Buen Amor”, de Juan Ruiz, Arcipreste de Hita)




Juan Ruiz, Aripreste de Hita, vivió en el siglo XIV; habría muerto en 1351. Entre el ’30 y el ’45 escribió el Libro de Buen Amor, que mezcla fábulas, cuentos, poesías líricas religiosas y profanas, y digresiones didácticas sobre varios temas, en que confluyen las tradiciones grecolatinas y medievales españolas y francesas con las hispano-árabe y hebrea: a esto se debe la anacronía de la Trinidad en la cultura griega clásica.

domingo, 9 de junio de 2013

BARYLKO, JAIME: Los roles disueltos te hacen más responsable


En tu casa, ¿quién cocina, quién lava los platos, quién barre el piso? Somos modernos y posmodernos. No autorizamos la esclavitud de la mujer. Antes, sabido es, en los tiempos del autoritarismo y del machismo entronizado, los platos eran cosa de mujer, de esposa, y a lo sumo de hija mayor.
Después, con la liberación femenina, se entendió que podría ser labor de mujeres o de hombres, quiero decir esposos o, como se dice en la posmodernidad, de parejas, ya que después de todo no está establecido en ninguna ley natural que lavar platos le quede mejor a la femineidad que a la masculinidad y después de todo somos todos iguales.
Pero habría que ir más lejos. Ya que no hay roles predeterminados, ya que somos libres, estos niños que están al lado nuestro, ellos, ¿qué?, ¿disponen de inmunidad parlamentaria? ¿No discutimos a la par, no hablamos a la par, no nos respetamos a la par?
Este jovencito de diez años o su hermanita de siete años bien podrían entrenarse en esta noble tarea de lavar los platos y de ser parte de nuestro equipo, a menos que, claro está, tengan por esa tarea una profunda aversión y prefie­ran otras, más en concordancia con su personalidad o voca­ción.
Por ejemplo, limpiar el baño, lavar azulejos o barrer el balcón, regar las plantas y descolgar la ropa seca o llevar la ropa sucia al lavadero o, por ejemplo —¿por qué no?—, meterla en la lavadora y apretar los botones pertinentes para que funcione.
¿Se le ocurrió que el respeto a los hijos es colocarlos a la altura de todos nosotros en todas las tareas, en todas las responsabilidades, en una vida realmente compartida donde los límites no son castigos sino un orden que noso­tros componemos para vivir mejor y por lo tanto para amarnos con mayor comodidad?
— Pero los niños, ¿no deben estudiar? ¿No es esa la fun­ción primordial que les compete? —replicará usted.
Sí, por cierto. Y yo, papá, debo trabajar, y tú, mujer, debes hacer miles de cosas, sea en el trabajo de afuera o en el de adentro, de entrecasa. Todos estamos atiborrados de obligaciones. Este niño también. En ello consiste su igual­dad.
Los límites empiezan en:
—Vamos al supermercado a comprar alimentos, así me ayudas a cargar con ellos... Puesto que no hay roles, cualquiera puede hacerlo, también yo, y acompañado por el nene o la nena.
Y lo planteé en términos de exigencia, de deber:
—Vamos al supermercado...
Nada de acariciarle la cabecita, sonreírle con amplitud cósmica y decirle:
—¿No te gustaría acompañarme al supermercado?
Porque bien podría contestar:
—No, no me gustaría...                                                
Y aquí no discutimos qué le gusta a cada cual, sino los deberes compartidos, independientes del gusto.                                                                                    
De modo que hablemos claro y con el tono correspon­diente, y dejemos de mentir y de engañar y engañarnos pensando que una orden envuelta en moños y en frases dulces será psicológicamente más adecuada. Al contrario, será un mensaje contradictorio, y de ese tipo de mensajes más vale abstenerse.
En esas banalidades germina lo profundo de la vida, en quién lava los platos, en quién hace la cama y quién saca la basura. No es poético, lo sé. Es la prosa de la vida.
Desde esas superficies desciende hacia el fondo del alma la educación ética como vida compartida, en cuanto responsabilidades que todos asumimos en esa casa que ocupamos al unísono y llamamos "familia".
Así de sencillo. Así de profundo.



(Escritorensayista y pedagogo argentino -1936/2002)

De “Los hijos y los límites”

martes, 4 de junio de 2013

GALEANO, EDUARDO: El amor y la terapéutica



El amor es una enfermedad de las más jodidas y contagiosas. A los enfermos, cualquiera nos reconoce. Hondas ojeras delatan que jamás dormimos, despabilados noche tras noche por los abrazos, o por la ausencia de los abrazos, y padecemos fiebres devastadoras y sentimos una irresistible necesidad de decir estupideces.
  El amor se puede provocar, dejando caer un puñadito de polvo de quereme, como al descuido, en el café o en la sopa o el trago. Se puede provocar, pero no se puede impedir. No lo impide el agua bendita, ni lo impide el polvo de hostia; tampoco el diente de ajo sirve para nada. El amor es sordo al Verbo divino y al conjuro de las brujas. No hay decreto de gobierno que pueda con él, ni pócima capaz de evitarlo, aunque las vivanderas pregonen, en los mercados, infalibles brebajes con garantía y todo.

domingo, 2 de junio de 2013

ESOPO: El viejo, el niño y el burro


Un buen día, el viejo molinero y su nieto iban camino al pueblo. Los acompañaba el asno, trotando alegremente.
Habían andado un corto trecho cuando se cruzaron con un grupo de muchachas.
-Miren eso -dijo una de ellas, riendo-. ¡Qué par de tontos! Tienen un burro y van a pie...
El viejo entonces le pidió al nieto que montara en el animal y siguieron el viaje.
Más adelante, pasaron junto a unos ancianos que discutían acaloradamente.
-¡Aquí está la prueba de que tengo razón! -dijo uno de ellos señalando al molinero y compañía-. Ya no se respeta a los mayores. ¡Miren si no a ese niño, tan cómodo sobre el burro, y el pobre viejo, camina que camina!
Entonces el molinero hizo bajar al nieto y se acomodó sobre el asno.
Al rato, se toparon con un grupo de mujeres y niños. Y escucharon un coro de protestas:
-¡¿Dónde se ha visto?!
-¡Qué viejo perezoso y egoísta!
-Él va muy cómodo, mientras al pobre niño no le dan las piernas para seguir el trote del burro...
El molinero, con santa paciencia, le dijo al chico que se acomodara detrás de él, en la grupa del animal.
Cerca del pueblo, un hombre le preguntó:
-Ese burro, ¿es suyo?
-Así es, señor.
-Pues no lo parece, por la forma en que lo ha cargado. Más lógico sería que ustedes dos cargaran con él, y no él con ustedes.
-Trataremos de complacerlo -dijo el molinero.
Desmontaron ambos, ataron las patas del asno con unas cuerdas, las ensartaron con un palo y, sosteniendo el palo sobre sus hombros, siguieron camino.
La gente jamás había visto algo tan ridículo y empezó a seguirlos.
Al llegar a un puente, el ruido de la multitud asustó al animal que empezó a forcejear hasta librarse de las ataduras. Tanto hizo que rodó por el puente y cayó en el río. Cuando se repuso, nadó hasta la orilla y fue a buscar refugio en los montes cercanos.
El molinero, triste, se dio cuenta de que, en su afán por quedar bien con todos, había actuado sin el menor seso y, lo que es peor, había perdido a su querido burro.

La cuestión:

Vivir y dejar vivir

(s. VI a.C.)