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domingo, 9 de junio de 2013

BARYLKO, JAIME: Los roles disueltos te hacen más responsable


En tu casa, ¿quién cocina, quién lava los platos, quién barre el piso? Somos modernos y posmodernos. No autorizamos la esclavitud de la mujer. Antes, sabido es, en los tiempos del autoritarismo y del machismo entronizado, los platos eran cosa de mujer, de esposa, y a lo sumo de hija mayor.
Después, con la liberación femenina, se entendió que podría ser labor de mujeres o de hombres, quiero decir esposos o, como se dice en la posmodernidad, de parejas, ya que después de todo no está establecido en ninguna ley natural que lavar platos le quede mejor a la femineidad que a la masculinidad y después de todo somos todos iguales.
Pero habría que ir más lejos. Ya que no hay roles predeterminados, ya que somos libres, estos niños que están al lado nuestro, ellos, ¿qué?, ¿disponen de inmunidad parlamentaria? ¿No discutimos a la par, no hablamos a la par, no nos respetamos a la par?
Este jovencito de diez años o su hermanita de siete años bien podrían entrenarse en esta noble tarea de lavar los platos y de ser parte de nuestro equipo, a menos que, claro está, tengan por esa tarea una profunda aversión y prefie­ran otras, más en concordancia con su personalidad o voca­ción.
Por ejemplo, limpiar el baño, lavar azulejos o barrer el balcón, regar las plantas y descolgar la ropa seca o llevar la ropa sucia al lavadero o, por ejemplo —¿por qué no?—, meterla en la lavadora y apretar los botones pertinentes para que funcione.
¿Se le ocurrió que el respeto a los hijos es colocarlos a la altura de todos nosotros en todas las tareas, en todas las responsabilidades, en una vida realmente compartida donde los límites no son castigos sino un orden que noso­tros componemos para vivir mejor y por lo tanto para amarnos con mayor comodidad?
— Pero los niños, ¿no deben estudiar? ¿No es esa la fun­ción primordial que les compete? —replicará usted.
Sí, por cierto. Y yo, papá, debo trabajar, y tú, mujer, debes hacer miles de cosas, sea en el trabajo de afuera o en el de adentro, de entrecasa. Todos estamos atiborrados de obligaciones. Este niño también. En ello consiste su igual­dad.
Los límites empiezan en:
—Vamos al supermercado a comprar alimentos, así me ayudas a cargar con ellos... Puesto que no hay roles, cualquiera puede hacerlo, también yo, y acompañado por el nene o la nena.
Y lo planteé en términos de exigencia, de deber:
—Vamos al supermercado...
Nada de acariciarle la cabecita, sonreírle con amplitud cósmica y decirle:
—¿No te gustaría acompañarme al supermercado?
Porque bien podría contestar:
—No, no me gustaría...                                                
Y aquí no discutimos qué le gusta a cada cual, sino los deberes compartidos, independientes del gusto.                                                                                    
De modo que hablemos claro y con el tono correspon­diente, y dejemos de mentir y de engañar y engañarnos pensando que una orden envuelta en moños y en frases dulces será psicológicamente más adecuada. Al contrario, será un mensaje contradictorio, y de ese tipo de mensajes más vale abstenerse.
En esas banalidades germina lo profundo de la vida, en quién lava los platos, en quién hace la cama y quién saca la basura. No es poético, lo sé. Es la prosa de la vida.
Desde esas superficies desciende hacia el fondo del alma la educación ética como vida compartida, en cuanto responsabilidades que todos asumimos en esa casa que ocupamos al unísono y llamamos "familia".
Así de sencillo. Así de profundo.



(Escritorensayista y pedagogo argentino -1936/2002)

De “Los hijos y los límites”

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