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martes, 29 de abril de 2014

MANGUEL, ALBERTO: Robar libros...


Estoy una vez más a punto de mudarme. A mi alrededor, entre el polvo secreto que surge de rincones insospechados al mover los muebles, se alzan inestables columnas de libros, semejantes a rocas talladas por el viento en un paisaje desértico. Mientras edifico pila tras pila de volúmenes familiares (algunos los reconozco por el color, otros por la forma, muchos por algún detalle en las sobrecubiertas cuyos títulos trato de leer cabeza abajo o desde un ángulo extraño), me pregunto, como suelo hacerlo cada tanto, por qué guardo tantos libros que sé que jamás volveré a leer. Me respondo que, cada vez que me desprendo de un libro, descubro unos días después que era precisamente ese el que estaba buscando. Me digo que no hay libros (o muy pocos, poquísimos) en los que no haya encontrado algo que me interese. Me digo que por alguna razón los he traído a mi casa, y que esa razón puede volver a ser válida en el futuro. Recurro a excusas de exhaustividad, de escasez, de una vaga erudición. Pero sé que la razón principal para conservar esta colección siempre en aumento es una especie de codicia voluptuosa. Disfruto con el espectáculo de mis estanterías abarrotadas, llenas de nombres más o menos familiares. Me encanta saber que estoy rodeado de una suerte de inventario de mi vida que me da algunos indicios sobre mi futuro. Me gusta descubrir, en volúmenes casi olvidados, huellas del lector que fui en otro tiempo: frases garrapateadas, boletos de autobús, trozos de papel con nombres y números misteriosos, en algún caso una fecha y un lugar en la solapa del libro, que me hacen volver a cierto café, a una lejana habitación de hotel, a un remoto verano de otros tiempos. Podría, si fuera necesario, abandonar estos libros míos y empezar de nuevo en algún otro lugar; lo he hecho antes, varias veces, por necesidad. Pero en esas ocasiones también he tenido que reconocer una pérdida grave, irreparable. Sé que algo muere cuando renuncio a mis libros, y que mi memoria sigue volviendo a ellos con una pesarosa nostalgia. Ahora, con el paso de los años, mi memoria recuerda cada vez menos y siento que se parece a una biblioteca desvalijada: muchas de las salas están cerradas, y en las que siguen abiertas y disponibles para consulta hay grandes huecos en sus estanterías. Tomo uno de los libros que quedan y compruebo que varias de su páginas han sido arrancadas por vándalos. Cuanto más decrépito es el estado de mi memoria, mayor es mi deseo de proteger este depósito de lo que he leído, esta colección de texturas y voces y aromas. Poseer estos libros se ha convertido para mí en algo de máxima importancia; porque me he vuelto celoso del pasado.
(…)
El robo de libros fue una plaga en la Edad Media y el Renacimiento; en 1752, el Papa Benedicto XIV expidió una bula en la que condenaba a la excomunión a los ladrones de libros.
(…)
Esta amenaza se halla inscrita en la biblioteca del monasterio de San Pedro, en Barcelona:
Para aquel que roba, o pide prestado un libro y a su dueño no lo devuelve, que se le mude en sierpe la mano y lo desgarre. Que quede paralizado y condenados todos sus miembros. Que desfallezca de dolor, suplicando a gritos misericordia, y que nada alivie sus sufrimientos hasta que perezca. Que los gusanos de los libros le roan las entrañas como lo hace el remordimiento que nunca cesa. Y que cuando, finalmente, descienda al castigo eterno, que las llamas del infierno lo consuman para siempre.
De todos modos, ninguna maldición parece disuadir a los lectores que, como amantes enloquecidos, están decididos a hacer suyo un libro determinado. El ansia de poseer un libro, de ser su único dueño, es una especie de codicia que no se parece a ninguna otra. “Un libro se lee mejor”, confesaba el ensayista inglés Charles Lamb, contemporáneo de Libri, “si es nuestro, y lo conocemos desde hace tanto tiempo que sabemos de memoria la topografía de sus borrones y las páginas con las esquinas dobladas, y podemos relacionar sus manchas con la ocasión en que lo leímos durante el té, mientras comíamos pan con manteca”.
(…)
Llegamos a sentir que los libros que poseemos son los libros que conocemos, como si en las bibliotecas la posesión fuese, al igual que en los tribunales anglosajones, nueve décimas partes de la ley; que contemplar el lomo de los libros que consideramos nuestros, que hacen guardia obedientemente en las paredes de nuestra habitación, dispuestos a hablarnos a nosotros con solo pasar la página, nos permite decir, “Todo esto es mío” como si su sola presencia nos llenara de su sabiduría, sin que nosotros debamos esforzarnos por aprender su contenido.

(Fragmentos de MANGUEL, Alberto: “Una historia de la lectura”, Bs. As., Emecé Editores, 2005.
Capítulo “Robar libros”, pp. 249/257)



(Argentina, 1948)

viernes, 25 de abril de 2014

NIEL, ALBERTO: Divagaciones sobre una palabra


La señora Raquel Diez Rodríguez de Albornoz, grande y veterana amiga mía, publicó en su sección “Oral y Escrito”, un jugoso comentario acerca del término “boludo” y sus derivados, evidenciando una vez su sapiencia lingüística, su valentía para encarar tabúes de otrora con la altura y amenidad que caracterizan a su estilo periodístico, que hacen fácil lo difícil e instruyen con una sonrisa.
Como este tema siempre me interesó quiero aportar algo para su enriquecimiento. En mi libro “Divagaciones, semblanzas y otras yerbas” agarro el toro por las guampas de la siguiente manera:

“La palabra boludo, con su femenino, plurales y derivados se ha transformado en una muletilla. Ha llegado a hacerse tan usual y familiar que ha perdido gran parte de su carácter ofensivo original para transformarse en un lugar común, un adjetivo pintoresco que identifica a los argentinos tanto como el che.
“Pero aclaremos: cuando se lo utiliza de una manera enfática es para agredir, especialmente si va acompañado con el típico ademán característico e inconfundible que lo identifica, adquiriendo su real dimensión significativa. Este uso regional y habitual seguramente llevará a que se lo acepte en un futuro próximo en la normativa porque expresa con propiedad un sentimiento típicamente nuestro.
“Como podemos apreciar a continuación, no cualquiera lo es; ni hace boludeces. Requiere ciertos requisitos. Ante todo pongámonos de acuerdo acerca de qué entendemos por boludo, intentando una identificación precisa. Un boludo es un espécimen típicamente argentino. No es un tonto ni un estúpido ni un ido ni un abombado ni un zonzo ni un opa ni un oligofrénico ni un mentecato (que es un tonto de capirote de la presunta Madre Patria ¡o Matria!).
“Un boludo es una persona aparentemente normal, vale decir, como todo el mundo, pero desubicado en el tiempo y en el espacio; un inoportuno, que habla cuando no tiene que hablar y que no sabe, no puede o no quiere defender las cosas que valen la pena, y un indiscreto que cuenta cosas que debería reservar dando imprudentemente argumentos y armas a quien lo puede joder.
“La boludez no tiene prácticamente solución. Se nace, vive y muere boludo. Y lo peor que puede hacer es tratar de avivarse, porque no hay nada más peligroso, destructivo y desagradable que un boludo que se supone avivado. Recientes estudio de ingeniería genética han demostrado fehacientemente que es una enfermedad genética, frecuentemente hereditaria, lo que ya se sospechaba, puesto que existen familias de boludos.
“Se descubrió que un par de cromosomas, en lugar de ser XX eran robustos cuerpos ovoides, encerrados en un saco piriforme, más bien escrotoide porque tenía más forma de escroto que de pera. No cualquiera es un boludo integral. Además del gen característico tiene que hacer méritos, ser un perfecto “catrasca” como el pato criollo (cagada tras cagada). Reunidos en comunidad hasta podrían organizarse corporativamente, tener su obra social, su caja mutual y aplaudir a los gobernantes de turno, como lo hace algún centro de jubilados masoquistas y alguna central obrera. Sería cuestión de pensarlo”.

Por ALBERTO NIEL

(Diario “El Litoral”, Santa Fe, sábado 2 de mayo de 1998)

martes, 15 de abril de 2014

ALLENDE, ISABEL: EL SEXO Y YO (Capítulo II)




A los once años yo vivía en Bolivia. Mi madre se había casado con un diplomático, hombre de ideas avanzadas, que me puso en un colegio mixto. Tardé meses en acostumbrarme a convivir con varones, andaba siempre con las orejas rojas y me enamoraba todos los días de uno diferente. Los muchachos eran unos salvajes cuyas actividades se limitaban al fútbol y las peleas del recreo, pero mis compañeras estaban en la edad de medirse el contorno del busto y anotar en una libreta los besos que recibían. Había que especificar detalles: quién, dónde, cómo. Había algunas afortunadas que podían escribir: Felipe, en el baño, con lengua. Yo fingía que esas cosas no me interesaban, me vestía de hombre y me trepaba a los árboles para disimular que era casi enana y menos sexy que un pollo. En la clase de biología nos enseñaban algo de anatomía y el proceso de fabricación de los bebés, pero era muy difícil imaginarlo. Lo más atrevido que llegamos a ver en una ilustración fue una madre amamantando a un recién nacido. De lo demás no sabíamos nada y nunca nos mencionaron el placer, así es que el meollo del asunto se nos escapaba: ¿por qué los adultos hacían esa cochinada? La erección era un secreto bien guardado por los muchachos, tal como la menstruación lo era por las niñas. La literatura me parecía evasiva y yo no iba al cine, pero dudo que allí se pudiera ver algo erótico en esa época. Las relaciones con los muchachos consistían en empujones, manotazos y recados de las amigas: dice el Keenan que quiere darte un beso, dile que sí pero con los ojos cerrados, dice que ahora ya no tiene ganas, dile que es un estúpido, dice que más estúpida eres tú y así nos pasábamos todo el año escolar. La máxima intimidad consistía en masticar por turnos el mismo chicle. Una vez pude luchar cuerpo a cuerpo con el famoso Keenan, un pelirrojo a quien todas las niñas amábamos en secreto. Me sacó sangre de narices, pero esa mole pecosa y jadeante aplastándome contra las piedras del patio, es uno de los recuerdos más excitantes de mi vida. En otra ocasión me invitó a bailar en una fiesta. A La Paz no había llegado el impacto del rock que empezaba a sacudir al mundo, todavía nos arrullaban Nat King Cole y Bing Crosby (¡Oh, Dios! ¿Era eso la prehistoria?) Se bailaba abrazados, a veces chic-to-chic, pero yo era tan diminuta que mi mejilla apenas alcanzaba la hebilla del cinturón de cualquier joven normal. Keenan me apretó un poco y sentí algo duro a la altura del bolsillo de su pantalón y de mis costillas. Le di unos golpecitos con las puntas de los dedos y le pedí que se quitara las llaves, porque me hacían daño. Salió corriendo y no regresó a la fiesta. Ahora, que conozco más de la naturaleza humana, la única explicación que se me ocurre para su comportamiento es que tal vez no eran las llaves.
En 1956 mi familia se había trasladado al Líbano y yo había vuelto a un colegio de señoritas, esta vez a una escuela inglesa cuáquera, donde el sexo simplemente no existía, había sido suprimido del universo por la flema británica y el celo de los predicadores. Beirut era la perla del Medio Oriente. En esa ciudad se depositaban las fortunas de los jeques, había sucursales de las tiendas de los más famosos modistos y joyeros de Europa, los Cadillacs con ribetes de oro puro circulaban en las calles junto a camellos y mulas. Muchas mujeres ya no usaban velo y algunas estudiantes se ponían pantalones, pero todavía existía esa firme línea fronteriza que durante milenios separó a los sexos. La sensualidad impregnaba el aire, flotaba como el olor a manteca de cordero, el calor del mediodía y el canto del muecín convocando a la oración desde el alminar. El deseo, la lujuria, lo prohibido... Las niñas no salían solas y los niños también debían cuidarse. Mi padrastro les entregó largos alfileres de sombrero a mis hermanos, para que se defendieran de los pellizcos en la calle. En el recreo del colegio pasaban de mano en mano foto-novelas editadas en la India con traducción al francés, una versión muy manoseada de "El amante de Lady Chaterley" y pocket-books sobre orgías de Calígula. Mi padrastro tenía "Las Mil y Una Noches" bajo llave en su armario, pero yo descubrí la manera de abrir el mueble y leer a escondidas trozos de esos magníficos libros de cuero rojo con letras de oro. Me zambullí en el mundo sin retorno de la fantasía, guiada por huríes de piel de leche, genios que habitaban en las botellas y príncipes dotados de un inagotable entusiasmo para hacer el amor. Todo lo que había a mi alrededor invitaba a la sensualidad y mis hormonas estaban a punto de explotar como granadas, pero en Beirut vivía prácticamente encerrada. Las niñas decentes no hablaban siquiera con muchachos, a pesar de lo cual tuve un amigo, hijo de un mercader de alfombras, que me visitaba para tomar Coca-Cola en la terraza. Era tan rico, que tenía motoneta con chófer. Entre la vigilancia de mi madre y la de su chófer, nunca tuvimos ocasión de estar solos.

(Chile, 1942)
 

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