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martes, 30 de junio de 2015

FONTANARROSA, Roberto: Ulpidio Vega



Ulpidio Vega, te nombro. Y de la apagada sombra de tu nombre rescato tu paso tardo por el empedrado desprolijo de Saladillo y la cierta fama de guapo sin doblez que te persiguió sumisa, como la silenciosa y tenaz fidelidad de un perro.
Quien te vio alguna vez por el Bajo, no te olvida. De callada mesura, sombrío el porte, mezquinabas palabras como si fueran monedas caras. Negros los ojos, en la negrura misma que sobre la frente escasa te tiraba encima el ala apenas curva de tu sombrero gris, tan conocido.
Ulpidio Vega, te nombro. Y de tu nombre exhala un aliento a kerosén barato, a bizcochito, a queso de rallar y vino tinto. Aroma de almacén, de cambalache, que tuvo tu pobre viejo laburante por calle San Martín, casi en Tablada. Aroma a jabón pinche, a mate amargo, el mismo aquel que te alcanzaba la mano cordial de doña Cata, tu pobre vieja, que se cansó de mirar por la ventana.
Ulpidio Vega, te nombro. Y se santiguan las cuatro esquinas bravas de Ayolas y Convención, las que salieron tantas veces escrachadas en letra de molde, cuando algún fiambre aparecía tirado en esa encrucijada. Rezan de apuro las jovatas de memoria larga al recordar tu estampa de figura fina, el caminar pesado, un gesto de disgusto en la cara aindiada y el cuerpo erguido por la faca que atrás, en la cintura, te entablillaba.
Por trabajar en el Swift te habían llamado "El Matarife de Saladillo". ¡Qué te iba a impresionar a vos la sangre, Ulpidio Vega! Si día a día degollabas animales y la cuchilla te era tan natural como un anillo, como un zarzo sencillo en el meñique.
Pero eran dos los Vegas, Juan y Ulpidio. "El Vega chico" le decían al otro, que también trabajó en el frigorífico. Y por si fuera escaso el desmesurado coraje de Ulpidio en la pelea, el "Vega Chico" era también de púa veloz, y sin entrañas.
De negro los dos, siempre, aun de mañana.
Pero, como suele suceder en estas cosas, Ulpidio se metió con una mina que se levantó una noche de Carnaval en el Club Atlético Olegario Víctor Andrade. La mina era una reventada que hacía copas en el Panamerican Dancing, frente a Sunchales, y que ya le había borrado el estampadito floreado a las sábanas del Amenábar, de tanto frote. Pero una hembra que pasaba y dejaba el aire como embalsamado de perfume dulzón, y enardecido. Rosa se llamaba, y era justicia.
Ulpidio Vega, te nombro. Y no me equivoco. Como se equivocó esa noche fatal la mina aquella cuando por llamarte "Ulpidio", "Juan" te dijo.
¡Qué oscura mano de destino cabrón los puso frente a frente, Ulpidio Vega!
¡Vos y tu hermano, inseparables siempre, enfrentados por el cariño falaz de una perdida!
Tiempo estuvieron mordiéndose las ganas de agarrarse. De mirarse profundo, y sin palabras. De medirse con odio. Y de no hablarse. Todo el barrio sabía del bolonqui que rechinaba en los dientes de los Vega. Pero cuando más de una vez saltó la bronca, y la faca apareció brillando en ambas diestras, algo los amuraba al suelo y les clavaba la bronca a la vereda. Algo, que allá en la casa desde chicos les acariciara la frente, les planchara los lompa y les dejara los botines bien brillosos cuando se iban de milonga a Central Córdoba. Algo. La vieja.
"Si no te mato", se lo dijo bien clarito Ulpidio a Juan, "solo es por ella". "Si no te enfrío", le contestaba Juan, que no era lerdo, "es por la vieja".
Y así andaban los dos, encajetados, sin poder ni dormir, más que hechos bolsa. Y encima la reventada de la Rosa les metía la cizaña de su labio, de sus promesas vanas, de sus mañas.
Y no se pudo más. Aquella noche Ulpidio y Juan llegaron puntualmente hasta el campito. Era un potrero de pura tierra y matorrales que los mocosos usaban para jugar al fulbo. Pero esa noche había luna. Y no era un juego.
Ulpidio peló una faca que tenía este largo. ¡Uy Dio, cómo brillaba la plata de la luna sobre el filo helado del acero!
Y Juan, Juan peló también tremenda púa que de verla nomás, te entraba miedo.
"¡Venite!"
"¡Vení vos!", se supo después que se dijeron.
Y fue cuando llegó doña Cata hasta el campito, de pálido rostro, ojos sufridos, de manos apretadas y pañuelo negro. Nunca se supo quién le pasó el dato. Tal vez fue esa mágica intuición de madre la que la llevó hasta allí en ese momento.
No se oyó de su boca una palabra. Y tampoco en sus ojos lágrimas se vieron. Pero eso sí, sus manos agrietadas de lavar ropa ajena en el invierno, dibujaron en el aire asustado de la noche, un gesto: se agachó, se sacó una zapatilla y lo demás, frate mío, ni te cuento.
A Juancito lo fajó hasta en el cogote, le deformó la sabiola a chancletazos, y le sacudió tantos palos por el lomo que lo dejó mormoso al pobrecito. Contaban los vecinos que lo oyeron, que tirado en el suelo, Juan rogaba y a la vieja pedía perdón a gritos.
A Ulpidio, de las crenchas lo cazó la vieja aquella, y le arruinó la jeta a chancletazos porque le pegó media hora, de corrido.

(Rosario, 1944/2007)



martes, 16 de junio de 2015

BOCCACCIO, Giovanni: El Decamerón

JORNADA SÉPTIMA

Termina la sexta jornada del Decamerón y comienza la séptima en la que bajo el reinado de Dioneo, se razona de las burlas que por amor o por salvarse hacen las mujeres a sus maridos, notándolo ellos o no.

NARRACIÓN SEGUNDA

Peronella, al regresar su marido a casa, esconde a su amante en un tonel. Dice el marido que ha vendido la barrica, y ella alega que la ha vendido a su vez a otro que para probar su solidez se ha metido dentro. Sale el amante, muéstrase al esposo y se lleva el tonel.
Con grandísima risa fue la historia de Emilia escuchada y la oración como buena y santa elogiada por todos, siendo llegado el fin de la cual mandó el rey a Filostrato que siguiera, el cual comenzó:
—Carísimas señoras mías, son tantas las burlas que los hombres os hacen y especialmente los maridos, que cuando alguna vez sucede que alguna al marido se la haga, no debíais vosotras solamente estar contentas de que ello hubiera ocurrido, o de enteraros de ello o de oírlo decir a alguien, sino que deberíais vosotras mismas irla contando por todas partes, para que los hombres conozcan que si ellos saben, las mujeres por su parte, saben también; lo que no puede sino seros útil porque cuando alguien sabe que otro sabe, no se pone a querer engañarlo demasiado fácilmente. ¿Quién duda, pues, que lo que hoy vamos a decir en torno a esta materia, siendo conocido por los hombres, no sería grandísima ocasión de que se refrenasen en burlaros, conociendo que vosotras, si queréis, sabríais burlarlos a ellos? Es, pues, mi intención contaros lo que una jovencita, aunque de baja condición fuese, casi en un momento, para salvarse hizo a su marido.

No hace casi nada de tiempo que un pobre hombre, en Nápoles, tomó por mujer a una hermosa y atrayente jovencita llamada Peronella; y él con su oficio, que era de albañil, y ella hilando, ganando muy escasamente, su vida gobernaban como mejor podían. Sucedió que un joven galanteador, viendo un día a esta Peronella y gustándole mucho, se enamoró de ella, y tanto de una manera y de otra la solicitó que llegó a intimar con ella. Y para estar juntos tomaron el acuerdo de que, como su marido se levantaba temprano todas las mañanas para ir a trabajar o a buscar trabajo, que el joven estuviera en un lugar de donde lo viese salir; y siendo el barrio donde estaba, que Avorio se llama, muy solitario, que, salido él, este a la casa entrase; y así lo hicieron muchas veces. Pero entre las demás sucedió una mañana que, habiendo el buen hombre salido, y Giannello Scrignario, que así se llamaba el joven, entrado en su casa y estando con Peronella, luego de algún rato (cuando en todo el día no solía volver) a casa se volvió, y encontrando la puerta cerrada por dentro, llamó y después de llamar comenzó a decirse:
—Oh, Dios, alabado seas siempre, que, aunque me hayas hecho pobre, al menos me has consolado con una buena y honesta joven por mujer. Ve cómo enseguida cerró la puerta por dentro cuando yo me fui para que nadie pudiese entrar aquí que la molestase.
Peronella, oyendo al marido, que conoció en la manera de llamar, dijo:
—¡Ay! Giannelo mío, muerta soy, que aquí está mi marido que Dios confunda, que ha vuelto, y no sé qué quiere decir esto, que nunca ha vuelto a esta hora; tal vez te vio cuando entraste. Pero por amor de Dios, sea como sea, métete en esa tinaja que ves ahí y yo iré a abrirle, y veamos qué quiere decir este volver esta mañana tan pronto a casa.
Giannello prestamente entró en la tinaja, y Peronella, yendo a la puerta, le abrió al marido y con mal gesto le dijo:
—¿Pues qué novedad es esta que tan pronto vuelvas a casa esta
mañana? A lo que me parece, hoy no quieres dar golpe, que te veo volver con las herramientas en la mano; y si eso haces, ¿de qué viviremos? ¿De dónde sacaremos pan? ¿Crees que voy a sufrir que me empeñes el zagalejo y las demás ropas mías, que no hago día y noche más que hilar, tanto que tengo la carne desprendida de las uñas, para poder por lo menos tener aceite con que encender nuestro candil? Marido, no hay vecina aquí que no se maraville y que no se burle de mí con tantos trabajos y cuáles que soporto; y tú te me vuelves a casa con las manos colgando cuando deberías estar en tu trabajo.
Y dicho esto, comenzó a sollozar y a decir de nuevo:
—¡Ay! ¡Triste de mí, desgraciada de mí! ¡En qué mala hora nací! En qué mal punto vine aquí, que habría podido tener un joven de posición y no quise, para venir a dar con este que no piensa en quién se ha traído a casa. Las demás se divierten con sus amantes, y no hay una que no tenga quién dos y quién tres, y disfrutan, y le enseñan al marido la luna por el sol; y yo, ¡mísera de mí!, porque soy buena y no me ocupo de tales cosas, tengo males y malaventura. No sé por qué no cojo esos amantes como hacen las otras. Entiende bien, marido mío, que si quisiera obrar mal, bien encontraría con quién, que los hay bien peripuestos que me aman y me requieren y me han mandado propuestas de mucho dinero, o si quiero ropas o joyas, y nunca me lo sufrió el corazón, porque soy hija de mi madre; ¡y tú te me vuelves a casa cuando tenías que estar trabajando!
Dijo el marido:
—¡Bah, mujer!, no te molestes, por Dios; debes creer que te conozco y sé quién eres, y hasta esta mañana me he dado cuenta de ello. Es verdad que me fui a trabajar, pero se ve que no lo sabes, como yo no lo sabía; hoy es el día de San Caleone y no se trabaja, y por eso me he vuelto a esta hora a casa; pero no he dejado de buscar y encontrar el modo de que hoy tengamos pan para un mes, que he vendido a este que ves aquí conmigo la tinaja, que sabes que ya hace tiempo nos está estorbando en casa: ¡y me da cinco liriados!
Dijo entonces Peronella:
—Y todo esto es ocasión de mi dolor: tú que eres un hombre y vas por ahí y debías saber las cosas del mundo: has vendido una tinaja en cinco liriados que yo, pobre mujer, no habías apenas salido de casa cuando, viendo lo que estorbaba, la he vendido en siete a un buen hombre que, al volver tú, se metió dentro para ver si estaba bien sólida.
Cuando el marido oyó esto se puso más que contento, y dijo al que había venido con él para ello:
—Buen hombre, vete con Dios, que ya oyes que mi mujer la ha vendido en siete cuando tú no me dabas más que cinco.
El buen hombre dijo:
—¡Sea en buena hora!
Y se fue.
Y Peronella dijo al marido:
—¡Ven aquí, ya estás aquí, y vigila con él nuestros asuntos!
Giannello, que estaba con las orejas tiesas para ver si de algo tenía que temer o protegerse, oídas las explicaciones de Peronella, prestamente salió de la tinaja; y como si nada hubiera oído de la vuelta del marido, comenzó a decir:
—¿Dónde estáis, buena mujer?
A quien el marido, que ya venía, dijo:
—Aquí estoy, ¿qué quieres?
Dijo Giannello:
—¿Quién eres tú? Quiero hablar con la mujer con quien hice el trato de esta tinaja.
Dijo el buen hombre:
—Habla con confianza conmigo, que soy su marido.
Dijo entonces Giannello:
—La tinaja me parece bien entera, pero me parece que habéis tenido dentro heces, que está todo embadurnado con no sé qué cosa tan seca que no puedo quitarla con las uñas, y no me la llevo si antes no la veo limpia.
Dijo Peronella entonces:
—No por eso no quedará el trato; mi marido la limpiará.
Y el marido dijo:
—Sí, por cierto.
Y dejando las herramientas y quedándose en camino, se hizo encender una luz y dar una raedera, y entró dentro incontinenti y comenzó a raspar.
Y Peronella, como si quisiera ver lo que hacía, puesta la cabeza en la boca de la tinaja, que no era muy alta, y además de esto uno de los brazos con todo el hombro, comenzó a decir a su marido:
—Raspa aquí, y aquí y también allí... Mira que aquí ha quedado una pizquita.
Y mientras así estaba y al marido enseñaba y corregía, Giannello, que completamente no había aquella mañana su deseo todavía satisfecho cuando vino el marido, viendo que como quería no podía, se ingenió en satisfacerlo como pudiese; y arrimándose a ella que tenía toda tapada la boca de la tinaja, de aquella manera en que en los anchos campos los desenfrenados caballos encendidos por el amor asaltan a las yeguas de Partia, a efecto llevó el juvenil deseo;
el cual casi en un mismo punto se completó y se terminó de raspar la tinaja, y él se apartó y Peronella quitó la cabeza de la tinaja, y el marido salió fuera. Por lo que Peronella dijo a Giannello:
—Coge esta luz, buen hombre, y mira si está tan limpia como quieres.
Giannello, mirando dentro, dijo que estaba bien y que estaba contento y dándole siete liriados se la hizo llevar a su casa.

(Italia, 1313/1375)


martes, 2 de junio de 2015

PIÑEIRO, Claudia: Alquiler temporario

Sube sola. Martín le dijo que esperara abajo, que él subía primero con las valijas y que enseguida la venía a buscar. Pero ella, ahora, no quiere esperar. ¿Qué cosa peor le puede pasar? El ascensor se mueve con lentitud. «Lo deben haber incorporado al edificio años después de construido», piensa. Y en ese pensamiento se queda, o intenta quedarse, se esfuerza por ocupar su cabeza con algo que le importe tan poco como un ascensor. Si lo logra, tal vez por un rato no piense en otra cosa. Mientras sube, se concentra en ese tema tratando de imitar la sintaxis arrevesada que encuentra en casi todos los libros que corrige para la editorial donde trabaja: «Es común que en edificios como el edificio en cuestión, construidos entre los años treinta a cincuenta y de pocos pisos, ante la insistencia de nuevos propietarios o inquilinos menos dispuestos al sacrificio de subir escaleras, los vecinos acuerden, después de una larga reunión de consorcio, perder algo de la elegancia de esas construcciones a cambio de ganar un ascensor hidráulico». Como el que ese día de mayo lleva con lentitud a Natalia hasta el piso donde está su nuevo departamento. «Mi nuevo hogar», se dice con ironía. Ella no quiere tener un nuevo hogar. Pero en algún sitio hay que dormir, comer, ir al baño. El departamento al que está llegando es apenas una transición, un paso intermedio entre el que compraron con Martín cuando se casaron, tres años atrás, y el próximo, el que algún día tendrán. Ella coincidió con él en que no era bueno volver del sanatorio a su casa, pero ninguno de los dos estaba en condiciones de salir a buscar un lugar donde nada les recordara al niño que murió. «El niño que murió», así lo nombra. O mejor dicho no lo nombra. Así lo piensa. No con el nombre con que lo anotaron dos años antes, Julián. Ni tampoco lo piensa como «mi hijo». La única manera en que logra nombrarlo, o pensarlo, es de esa forma: el niño que murió. Como si esa construcción lingüística, esa frase copulada, le permitiera alejarse de su hijo, colocarlo a una distancia prudente de ella, para así lograr que no se le haga un nudo en la garganta y llorar otra vez. Lloró días y días por Julián. Por el niño que murió, en cambio, no llora.
Cuando el ascensor se detiene en el tercer piso, Martín está parado del otro lado de la puerta.
—Te dije que enseguida bajaba a buscarte.
Ella no contesta. Lo agarra de la mano y deja que la lleve hasta la puerta del tercero B. El camino es sencillo, solo dos departamentos por cada uno de los cuatro pisos del edificio. Martín mete la mano en el bolsillo y saca el manojo con dos llaves que le dieron en la inmobiliaria: la de la entrada del edificio y la del departamento. Elige la que corresponde y abre. Natalia se queda mirando el llavero, que oscila como un péndulo en la cerradura, debajo del picaporte, mientras él hace girar la llave: una cruz de bronce, antigua, con perlas rosadas y celestes.
—¿De dónde salió ese llavero? —pregunta.
—Ni idea, me lo dieron así en la inmobiliaria. Muy incómodo y pesado, después lo cambio.
—No hace falta. Tampoco vamos a estar tanto tiempo acá, ¿no?
—Tampoco vamos a estar tanto tiempo acá —repite Martín y le acaricia el pelo.
Natalia entra y, sin descolgar su cartera del hombro, se toma unos instantes para hacer un reconocimiento del lugar. A pesar de que las ventanas no son grandes, el ambiente principal tiene buena luz natural. Los muebles son como los que Natalia se imagina que tienen todos los departamentos de alquiler temporario: sillones de cuerina blanca, mesa laqueada, una maceta con una planta verde de interior que ella no sabe cómo se llama, un plasma, adornos modernos, un espejo con marco patinado de bronce y no mucho más. Un ambiente despojado, más cercano a una foto de una revista de decoración que a una casa vivida, donde se van juntando cantidades de cosas a lo largo de los años y que se conservan no por utilidad ni por un sentido estético, sino por la historia que encierran. Por eso no pueden volver a su casa, porque detrás de cada objeto hay algo: una anécdota, un recuerdo, una palabra balbuceada por el niño que murió. Y los días que pasaron en la casa de la madre de Natalia fueron suficientes; con esfuerzo lograron llevarse bien, no llorar unos delante de otros, no mencionar delante de ella a Julián, bajo ningún aspecto. Pero todos sabían que esa calma prefabricada no podía durar más que unos días. Por eso Martín se apuró en alquilar un lugar para ellos. Solo ellos dos, lo que quedaba de esa familia que cuando apenas empezaban a formar se desarmaba. Un departamento alquilado sería menos peligroso que volver a casa. Un lugar de paso, de esos que se contratan por un tiempo breve, a un costo alto pero que vale la pena pagar hasta decidir qué hacer.
El dato del departamento les llegó por un extraño azar. Martín hablaba con un amigo en la cocina de la casa de sepelio donde velaron al niño que murió. La encargada de la casa de servicio fúnebre preparaba café junto a ellos.
—Disculpe, no pude dejar de oír lo que hablaban —dijo—. Mi hermana maneja una pequeña inmobiliaria especializada en alquileres temporarios; si le interesa el dato, le puedo pasar su teléfono.
Martín la miró y no contestó. Le molestó que la mujer se inmiscuyera en la conversación. Ella se dio cuenta, bajó la cabeza, volvió a la jarra de café y no dijo más. Pero a los pocos días Martín estaba allí, en la casa de sepelios, preguntando por ella. Y la mujer, sin mostrar asombro ni rencor por el destrato anterior, sacó la tarjeta de la inmobiliaria del bolsillo de su blazer, como si lo hubiera estado esperando.
El primer llanto lo escuchan esa misma noche, a las dos o las tres de la mañana. Natalia apenas se acababa de dormir, o así se siente cuando con esfuerzo logra abrir los ojos. Ella lo oye primero. El llanto de un chico, o de una chica, no se termina de dar cuenta. No es un bebé, de eso sí está segura; el llanto de un bebé no se confunde con nada. En cambio ese llanto es débil, casi suspirado, como si quien lo emite estuviera pidiendo perdón. O clemencia. No se atreve a despertar a Martín, está segura de que le dirá que se duerma otra vez, que no hay ningún llanto, que seguramente lo soñó. No mencionaría al niño que murió pero estaría pensando en él, en que Natalia escuchó en sueños el llanto de Julián, que lo soñó, que lo seguirá soñando un tiempo más. Natalia se sienta en la cama, levanta la almohada y se apoya contra el respaldo. Abre bien los ojos para estar absolutamente segura de que está despierta. Y sigue escuchando el llanto que llega desde el otro lado de la pared que separa ese departamento del tercero A. Recién cuando el sonido pasa del llanto susurrado al grito es que Martín se despierta.
—Lloran en el departamento de al lado —dice ella.
Él no dice nada pero también se incorpora en la cama.
—¿Qué hacemos? —pregunta Natalia en el momento que un grito interrumpe el llanto.
—Nada, dice él. ¿Qué vamos a hacer?
—¿Estará solo?
—Parece el llanto de una mujer.
—Es el llanto de un chico.
—No sé. Puede ser.
Natalia está por levantarse para acercarse a la pared, pero en el momento en que lo va a hacer, el llanto cesa. Entonces gira y mira a Martín, pero no dice nada, sólo espera que él diga.
—Listo. Ya pasó.
Ella asiente y luego se deja deslizar entre las sábanas hasta quedar otra vez en posición horizontal.
Al día siguiente Martín se va a trabajar temprano. Ella tiene licencia por dos semanas más. Nadie en la editorial puso ningún reparo cuando dijo que se iba a tomar el tiempo necesario hasta estar mejor. De todos modos tenía en la computadora algunos PDF para corregir. Si se sentía con ánimo, les había dicho, trabajaría desde su casa. Aunque en realidad cuando dijo «su casa» no se refería a la suya, a la verdadera, a la que habitaban hasta hacía muy poco con Martín y el niño que murió, sino a ese departamento transitorio.
Cerca del mediodía Natalia baja a comprar algo para comer y provisiones para la cena. Cuando está esperando el ascensor, se abre la puerta del tercero A. Sale primero una mujer, una mujer con unos grandes anteojos negros que lleva a dos varones, uno colgado de cada brazo. Y detrás de ellos dos chicas: una de unos trece años y otra de unos cinco. Los cuatro chicos parecen vestidos con la ropa de la misma tienda clásica: mocasines lustrados, camisas prolijas los varones y blusas con volados las mujeres, todas de mangas largas. Los chicos llevan pantalones de sarga gris, y la mujer y las nenas polleras largas y amplias. Todo el atuendo parece de otro tiempo. Natalia saluda con un «hola, buen día». La mujer mueve la cabeza, o eso le parece. La niña mayor y los varones ni siquiera la miran. Solo la más chica le contesta el saludo:
—Buen día —dice y le sonríe.
Como no entran todos en el ascensor, los dos varones y la mujer, sin soltarse del brazo, bajan por la escalera. Encerradas en ese espacio estrecho, Natalia intenta adivinar quién ha llorado la noche anterior. Busca algún indicio pero no encuentra ninguno. Antes de que el ascensor se detenga en la planta baja, se atreve a hablarle a la nena que no le saca los ojos de encima:
—¿Todo bien? —dice.
—Todo bien —responde la chica, pero ella no le cree.
En el palier de la entrada ya están esperando los varones y la mujer. Natalia se demora cerrando la puerta del ascensor. Mira hacia la entrada del edificio: detrás del vidrio la nena la saluda con la mano, mostrando la palma, el pulgar hacia arriba, levantando y bajando los otros cuatro dedos juntos, en lo que podría ser no solo un saludo, sino también ese gesto que se hace cuando se le pide a alguien que venga, que se acerque.
La segunda noche Natalia toma una pastilla para dormir, así que si alguien llora en el departamento de al lado, ella no se entera. No sabe entonces que Martín sí oye llantos otra vez porque a la mañana siguiente ella no le pregunta y a él no le parece prudente comentárselo.
Intenta corregir un original, un ensayo sobre arquitectura colonial en el Río de la Plata, pero no puede pasar de los dos primeros capítulos. El resto de la mañana mira televisión, o al menos tiene el aparato prendido delante de ella. A la tarde, después de almorzar las sobras de la noche anterior que Martín guardó prolijamente en la heladera, es que escucha unos ruidos que le llaman la atención: un zumbido, como si algo cortara el aire con velocidad, y después un golpe seco. Se acerca a la pared que da al departamento vecino, está a punto de apoyar la oreja sobre la medianera, pero se siente ridícula y decide que es mejor olvidarse de los vecinos y salir a caminar. En el palier siente el zumbido con más nitidez, más firme el golpe, y después del golpe un suspiro y un «ay» cansado, como si quien lo pronuncia ya no tuviera fuerza para decirlo. Cuando está cerrando la puerta del ascensor, le parece que alguien abre, apenas, la puerta del tercero A y la espía a través de una pequeña rendija. Pero no se detiene y, en cuanto llega a la planta baja, sale del edificio apurada. Cruza la calle y mira hacia la ventana del tercero A: detrás de la cortina puede ver la silueta de la nena menor. Se queda mirando, la chica la saluda de la misma manera que la saludó antes, subiendo y bajando los cuatro dedos juntos hacia la palma como quien dice «vení».
Esa noche le cuenta a Martín.
—Son gente rara, ¿no te parece?
—Qué sé yo —le contesta él—. ¿Quién no es un poco raro?
Martín se ofrece a lavar los platos. Natalia se da una ducha. Cuando se acuesta, Martín le da un beso en los labios, el primer beso en los labios desde que se murió su hijo, y luego se acurruca junto a ella. Un par de horas después empieza el llanto. La misma voz. Pero esta vez se oye con claridad: «Basta, basta». Y luego otra vez el llanto.
—¿No habría que hacer la denuncia? —pregunta Natalia.
—¿Y qué denunciamos? ¿Que alguien llora por las noches?
—Llora y dice basta.
—No creo que sea suficiente para que nos acepten una denuncia.
—Le pueden estar haciendo daño…
—No creo… Hay muchos chicos que lloran de noche… que tienen pesadillas.
—No parecen pesadillas.
—Tampoco parece otra cosa. Llora y dice basta, no es algo tan tremendo.
Natalia no insiste pero al día siguiente va a la comisaría más próxima y cuenta lo que escuchó.
—Acá no se toman denuncias por ruidos molestos, para eso tiene que ir a la Municipalidad.
—No quiero denunciar el ruido, sino que en esa casa pasa algo por lo que alguien llora.
El policía que la atiende la mira con una mezcla de asombro y desprecio.
—O sea que lo que usted quiere denunciar es que alguien llora. Señora, ¿se imagina la cantidad de gente que debe llorar de noche en esta ciudad?
Natalia se convence de que no vale la pena seguir insistiendo, Martín tiene razón: que alguien llore por las noches y diga «basta» no es motivo suficiente para que acepten una denuncia.
Al volver al departamento se encuentra con la familia del tercero A en la entrada del edificio. Los varones otra vez uno a cada lado de la mujer, colgando de sus brazos del modo en que antes se iba por la calle con un novio. La nena la mira y le sonríe. Mientras tanto la chica más grande abre la puerta de entrada. Natalia se sorprende al verla girar la mano sobre la cerradura: tiene un llavero idéntico al que les dieron a ellos en la inmobiliaria, la cruz pesada y antigua, con las perlas rosas y celestes. Decide que no va a entrar con ellos, que va a ir a la inmobiliaria a hacer algunas preguntas y, si es necesario, a pedir explicaciones.
—¿No entrás? —le dice la nena sosteniendo la puerta una vez que pasa el resto del grupo.
—No, no, me olvidé de comprar algo —responde ella y se queda un instante ahí, frente a la puerta, como perdida, hasta que la nena la saluda con su mano, como siempre, y entonces Natalia reacciona, le sonríe y empieza a caminar hacia la esquina.
A media cuadra del edificio se da cuenta de que no sabe hacia dónde camina. Llama a Martín. Le pide la dirección de la inmobiliaria. Le da una excusa: que la heladera hace un ruido extraño y que quiere resolverlo antes de que deje de funcionar. Él le dice que no se preocupe, que se encarga de llamar por teléfono para que lo solucionen, pero Natalia insiste y usa las palabras justas para que Martín se convenza:
—Me va a hacer bien dar una vuelta y ocuparme.
No se le ocurre pensar con qué argumento pedirá en la inmobiliaria datos sobre sus vecinos del tercero A, va hacia allá, se deja ir; por eso, cuando ya está sentada al escritorio frente a la encargada y única empleada a la vista, se sorprende ante la pregunta «¿en qué puedo ayudarla?», y se queda muda. Solo después de un instante que le parece demasiado largo, logra armar un argumento.
—Estoy viviendo en el edificio de Las Heras 2081, en el tercero B.
—Ah, sí, usted es la señora a la que… —dice la empleada y se detiene en medio de la frase.
—Sí, esa soy… —contesta Natalia y se da cuenta de a quién le hace acordar esa mujer: a la encargada de la funeraria donde velaron al niño que murió. Martín le había dicho que eran hermanas, pero ella lo tenía olvidado o perdido en algún lugar de sus pensamientos.
—Disculpe.
—Está bien… Supongo que no tendrá de cliente todos los días mujeres a las que se les muere un hijo…
—No crea… —dice la mujer, y no queda claro si seguirá o no dando explicaciones porque Natalia prefiere interrumpirla y cambiar de tema; ella no está ahí para hablar del niño que murió, sino de sus vecinos.
—Estamos bien en el departamento, pero me gustaría pasarme a uno con vista a la calle. ¿El tercero A cuándo se desocupa?
—Bueno, tendría que ser otro. Ese departamento no está en alquiler.
—Ah… ¿está segura? Tienen el mismo llavero que nos dieron a nosotros —dice, y le muestra el suyo—. ¿No es el llavero de la inmobiliaria?
—No, no tenemos llaveros propios. Es que su llavero también es de ellos, sus vecinos son los dueños del departamento que usted ocupa.
—Los padres de los chicos…
—Es una situación compleja… Una sucesión… Nosotros la administramos, tenemos un poder general, así que usted no se haga problema por su alquiler. Pero mudarse al frente es imposible.
—¿La mujer que está con ellos no es su madre, entonces?
La mujer acomoda unos papeles sin levantar la vista. Y al rato pregunta:
—¿En qué otra cosa la puedo ayudar?
—Uno de los chicos llora de noche…
—Muchos chicos lloran de noche… es normal —dice la mujer con un tono educado, pero que deja claro que no le contestará más preguntas acerca de sus vecinos.
Tal vez porque no obtuvo ninguna respuesta a las preguntas que la llevaron hasta allí, es que recorre las cinco cuadras hasta su casa pensando en el niño que murió. «Muerte súbita», dijeron los médicos, pero saber que el niño dormía en el cuarto contiguo, a pocos metros de la cama en la que ella dormía con Martín, y que no se despertaron, que no intuyeron que el niño moría junto a ellos, que no hicieron nada, ni siquiera acompañarlo en la partida, la hacía sentir culpable. Y sentir que Martín también lo era. Él había cerrado la puerta del cuarto, la cerraba cada vez que tenían sexo; cuando Martín se levantó al baño, ella le pidió que la abriera. Pero él volvió, se metió otra vez en la cama sin hacerlo y ella no presintió que, si él no lo hacía, ella debía levantarse y abrirla. Alguien tendría que haberlo hecho. Si hubiera estado abierta, tal vez, quién sabe, aunque los médicos digan que no, que una muerte súbita no tiene explicación ni puede evitarse, quién sabe. Tal vez si la puerta hubiese estado abierta.
Llega al departamento y va directo a la computadora. Está acostumbrada a hacer búsquedas al azar para encontrar datos absurdos, pero tan necesarios en su trabajo de corrección literaria como el diccionario de la RAE. Se da cuenta de que ni siquiera tiene el apellido de esos chicos. Busca el contrato de alquiler, no hay mucho dónde buscar: ese departamento está casi vacío, algunos cajones incompletos, las mesas de luz apenas estrenadas. Allí lo encuentra, en la mesa de luz de Martín, tiene suerte de que no se lo haya llevado a la oficina. Las partes del contrato son Martín, el locador, y Harris Bienes Raíces, locataria con mandato otorgado por escritura de fecha… Sigue buscando, nada. Vuelve al nombre de la inmobiliaria: Harris. Ese nombre le suena, lo googlea. Funeraria Harris: la funeraria en la que velaron al niño que murió. Baja en la lista de respuestas a su búsqueda. Más menciones a la funeraria, a la inmobiliaria o a ambas. Una respuesta llama su atención y se detiene. Es el link de la sección policial de un diario: «Aparecen muertos dos de los principales accionistas del grupo empresario Harris». Y luego en el copete: «Juan y Valeria Harris, el director del grupo Harris y su esposa, son hallados sin vida y con evidentes signos de tortura». La nota aporta más detalles, con fotos del departamento, de los cuerpos lacerados, de las sillas donde los secuestradores ataron al matrimonio Harris manchadas de sangre y las sogas que los sujetaron enroscadas sobre ellas. Nunca se pudo resolver el caso, no encontraron más huellas que las de la propia familia; la puerta y las ventanas no fueron forzadas, tampoco robaron nada ni dejaron otros rastros de violencia más que los cuerpos torturados. A los cuerpos les faltaba piel e incluso carne en los brazos, las piernas, las plantas de los pies y hasta en la cara. Por el tipo de corte, la policía estimó que la flagelación había sido hecha con hojitas de afeitar, pero no las encontraron en el departamento. Concluyeron que el móvil más probable fue un ajuste de cuentas o una venganza.
Después de varias entradas con datos repetidos, encuentra en un blog especializado en casos policiales detalles de las torturas practicadas sobre los muertos y un dato que le llama aún más la atención que los sufrimientos infringidos sobre ellos: los padres de sus niños vecinos, si es que eran sus padres, además de las marcas de torturas recientes, presentaban marcas más antiguas, quemaduras, cicatrices, rayas en la espalda compatibles con golpes de vara o látigo. El autor de la nota especulaba con que los padres venían siendo sometidos a flagelaciones reiteradas y que una de ellas fue la que los llevó a la muerte. En un párrafo final agregaba que en generaciones anteriores otros miembros de la familia habían muerto de manera dudosa y que en todos los cuerpos se habían encontrado marcas de torturas. Aunque la evidencia era clara, luego de seguir esa pista durante un tiempo, la policía la descartó con otro argumento: el matrimonio Harris había sido miembro en la juventud de un grupo religioso muy cerrado, que considera la autoflagelación como un camino hacia el amor de Dios. En el blog se insinuaba que el poder de ese grupo religioso había logrado que no se siguiera investigando en esa dirección.
Natalia abre algunas respuestas más a su búsqueda y encuentra la foto de los padres muertos: el señor Harris es muy parecido a la encargada de la inmobiliaria y a la de la funeraria. ¿O le parece a ella? Ya no sabe. Se siente mareada, con el estómago revuelto. ¿Cómo sobrevivieron esos chicos a tanta maldad practicada sobre sus padres? ¿Lo sabrían? ¿O apenas sabrían que habían muerto y no las circunstancias? ¿Quién es esa mujer que se ocupa ahora de ellos?
Cuando llega Martín, Natalia no le da respiro, apenas lo saluda empieza a hablarle de todo lo que descubrió y no para hasta contarle el último dato. Luego le hace a él las mismas preguntas que ella no puede dejar de hacerse.
—Esa mujer que cuida a los niños, no me gusta… ¿Qué pasa si ella es la que torturaba a los padres y ahora hace lo mismo con los niños?
—¿Por qué se te ocurre algo así?
—No es cariñosa con ellos, no parece quererlos. Me duele la cabeza de estar todo el día pensando qué pasa en ese departamento. No quiero dejar otra vez la puerta cerrada… —dice y se arrepiente, pero ya está dicho. Martín entiende, le duele lo que acaba de decir.
—Natalia, en lo que nos tenemos que concentrar nosotros es en buscar un nuevo lugar donde vivir para irnos de acá. Dijimos que esto era de paso, tres o cuatro semanas. Pongámonos en campaña para encontrar un departamento definitivo y ya no vamos a saber de estos chicos y sus llantos.
—Pero eso es desentenderse de la situación…
—Me parece que la que se quiere desentender de la situación sos vos, y no de la que transcurre en el departamento vecino sino en este, de nuestra situación, de nuestra pareja, de Julián…
Natalia lo mira con desprecio. No le va a perdonar que lo haya nombrado. Y menos en medio de lo que están hablando. ¿Qué tiene que ver Julián con todo esto? Se para y se va a su cuarto. Martín no la sigue. Prefiere salir a dar una vuelta. Se lo dice desde el otro lado de la puerta del cuarto, sin abrirla, y se va. Ella se queda un rato tirada en la cama pensando qué hacer; las imágenes de los cuerpos torturados se le mezclan con las de los niños. Un poco después lo sabe. Se calza, pasa por el baño, se lava la cara y se acomoda el pelo, sale al palier, va hasta la puerta del tercero A y toca el timbre. La chica más grande abre la puerta.
—Perdoname, pero no me funciona el teléfono y necesito hacer una llamada. ¿Puedo pasar? —dice.
—Esperá acá —la detiene la chica y va a buscar un teléfono inalámbrico.
A Natalia le queda claro que no quiere que pase. Alcanza a ver a los varones, de espaldas, sentados en banquitos de madera, uno a cada lado del sillón de alto respaldo donde seguramente está la mujer de anteojos negros, quizá sin los anteojos esta vez, frente al televisor encendido.
—¿Dónde dejaron el inalámbrico? —grita la chica desde uno de los cuartos y nadie le contesta.
Por el pasillo, sin casi hacer ruido, se acerca a ella la nena más chica y la sorprende.
—Hola —le dice.
—Hola —le contesta Natalia.
La nena le da una llave en un llavero con la misma cruz que tiene el de Natalia.
—¿Y esto? —le pregunta.
—La llave de nuestro departamento. Tenemos muchas, no te preocupes. Por si necesitás el teléfono cuando no estamos. O por si tenés que entrar por algo —dice y luego se lleva el dedo índice a la boca como pidiendo que no le diga nadie.
Natalia está a punto de rechazarlo pero no lo hace. La chica quiere que ella tenga esa llave. Al haber dicho «por algo», ¿no se habrá referido al llanto que ella escucha por las noches? Natalia mete el llavero en su bolsillo justo cuando aparece la hermana con el teléfono y se lo extiende.
—Tomá, llamá —dice la chica.
Natalia marca el número de su antiguo departamento. Sabe que nadie va a contestar. Finge estar molesta.
—Esta gente nunca está cuando la necesitás.
Marca dos o tres veces más, y luego le devuelve el aparato.
—Gracias igual.
Antes de que la chica cierre la puerta, Natalia ve cómo detrás de ella la menor se asoma para saludarla. Recién cuando la puerta del departamento tercero A se cierra completamente, Natalia va al suyo y se sienta otra vez frente a la computadora. Intenta más opciones de búsquedas. Otra vez aparece el blog de noticias policiales de donde sacó la mayoría de los datos. Busca el nombre de quien firma el informe. Lo googlea. Es director de la sección Policiales de uno de los principales diarios de la ciudad. Busca el número de teléfono del diario. Llama, pide por él. La atiende un contestador automático. No deja mensaje. Llama unas veces más hasta que el periodista, por fin, contesta. Natalia le dice que es amiga de la familia, que estaba viviendo fuera del país, que acaba de llegar y no termina de entender qué pasó.
—Nadie entendió ni entiende…
—Usted sí…
—No todo. Si usted es amiga de la familia sabrá… No son gente ordinaria. Y ese patrón familiar que se repite…
—¿Cuál patrón?
—El único matrimonio de la familia, en cada generación, muere en circunstancias irregulares después de ser sometidos a tortura, pero dejando descendencia para que el patrón se vuela a cumplir.
—No entiendo.
—Que años después esos chicos crecen, solo uno de ellos se casa, tiene hijos, y luego muere en situación dudosa. Investigué hasta cuatro generaciones atrás y siempre fue así. Aunque el drama de la familia empezó un poco antes del primer matrimonio asesinado: uno de sus hijos se ahogó en un estanque en medio de un festejo familiar. Culpas cruzadas, reproches… ¿De quién es la culpa cuando hay una desgracia como esa? Pero bueno, la gente siempre necesita un culpable.
La pregunta del periodista le queda a Natalia dando vueltas en la cabeza: «¿De quién es la culpa cuando hay una desgracia?». Intenta sacarla de sus pensamientos y seguir con las suyas.
—¿Y el resto de la familia?
—Mantienen las empresas: la inmobiliaria, la funeraria. ¿Cómo, usted es amiga de la familia y no lo sabe?
—Son muchos años… No me acuerdo de todo…
—Siempre me quedó este caso en la cabeza, cada tanto me anda dando vueltas… Pienso en esos chicos… Alguno de ellos crecerá, se casará y si el patrón se sigue cumpliendo, morirá después de ser torturado…
Natalia no dice nada pero se pregunta si las torturas no han empezado esta vez antes, cuando los Harris son aún niños, si no será ese el motivo del llanto. El periodista se disculpa, tiene que ir a hacer un reportaje. Ella corta y sigue un poco más en la computadora pero no encuentra nada demasiado importante.
Martín vuelve para la cena. Comen en silencio, hablan lo mínimo y necesario. Ella no le cuenta de la visita al otro departamento. Ni de lo que le dijo el periodista policial. Se van a dormir temprano. En el medio de la noche, el llanto aparece. Los dos se despiertan, pero no se incorporan en la cama ni se dicen palabra: espalda contra espalda esperan despiertos que el llanto se detenga. Y en algún momento de la noche, el llanto se detiene.
Al día siguiente Natalia se despierta con la decisión tomada: entrará al departamento en algún momento en que los vecinos no estén, revisará y se esconderá. Es la única forma de saber. Y de convencer a los demás del peligro: a la policía, a Martín, a quien fuera necesario. Llevará el celular y filmará lo que pueda. Y luego saldrá en medio de la noche con la prueba de lo que pasa. Para no despertar sospechas, le dice a Martín que va a comer a la casa de una amiga, que seguramente charlarán hasta tarde y que, si toma mucho vino, se quedará a dormir ahí. A Martín no le parece nada mal, a él también le va a venir bien un respiro, estar un poco solo.
El resto del día, Natalia ni siquiera se propone trabajar en la corrección para la editorial, está atenta todo el tiempo al departamento de al lado, a sus ruidos, a su silencio, a su respiración. A media tarde oye movimientos en el palier, se acerca a la mirilla: los vecinos esperan el ascensor. Se toma el tiempo necesario como para que ellos salgan del edificio. Agarra las llaves y entra al tercero A. Lo recorre pero no se atreve a abrir cajones ni placares, todavía. De lo que está a la vista nada le llama la atención. Es un departamento más: un cuarto interno para los varones, otro para las chicas y el cuarto matrimonial a la calle, el que seguramente fue de sus padres y que ahora ocupa la mujer que los cuida. ¿Los cuida? ¿Quién es esa mujer? En el cuarto matrimonial sí hay algo que le llama la atención: dos sillas idénticas a las que vio en las fotos del blog policial, aquellas donde habían sido atados y torturados los padres de los niños. No pueden ser las mismas. ¿O sí? No. Abre el placar. ¿Esa vara que ve es silicio? Nunca vio una vara de silicio, no puede asegurarlo. Está manchada de sangre. ¿De cuál de los niños será esa sangre?, se pregunta. ¿Por qué solo la más pequeña se atreve a pedir ayuda? Se agacha y recoge un sobre que está en el piso del placar, lo abre: una serie de fotos. Una mujer vela a un niño. Natalia se estremece. La misma mujer sale de una funeraria llorando junto al cajón blanco cerrado. La misma mujer en el entierro. Una mujer que no es ella, pero podría serlo. Una mujer que le recuerda a alguien. La misma mujer llorando sentada en un sillón. Un sillón idéntico al que está en el departamento que ella, Natalia, alquila. Natalia no termina de entender, o aún no puede.
Escucha que alguien hace girar las llaves en la puerta de entrada y se estremece. Otra vez no pensó una estrategia, no previó un lugar donde esconderse pero debe hacerlo, y rápido. El espacio entre la cama y el piso es demasiado estrecho. Entra en el placar, pero no logra cerrar la puerta desde adentro.
Solo quedan las cortinas, esas mismas que días atrás la nena frunció para saludarla. Natalia especula con que la luz encendida del cuarto contra la oscuridad de la noche le permitirá a ella verlos a través de la cortina sin ser descubierta. El tiempo pasa lento. Escucha la televisión encendida. Pasos que van y vienen. Piensa en Martín, sabe que no le perdonará que haya hecho lo que hizo. Lo que hizo. Piensa en ella, piensa en la mujer de las fotos. Ruidos de platos en la cocina. El televisor otra vez. La mujer entra al cuarto, prende la luz, de espaldas a ella se saca los anteojos, se cambia los zapatos. Apenas puede verla de perfil cuando vuelve a apagar la luz y sale. ¿Es la mujer de las fotos? ¿Puede serlo? ¿Qué relación hay entre el hijo que perdió, su muerte, y estos niños a los que cuida? ¿O tortura? ¿Qué culpa tienen ellos? ¿Y ella, Natalia, por qué está ahí?
—¡Al cuarto! —grita la chica más grande y Natalia se aprieta contra el vidrio.
Natalia malinterpreta, cree que la orden es para que sus hermanos se vayan a dormir. Pero no. Primero entra la chica más grande y prende la luz. Después los dos varones, uno a cada lado de la mujer, como siempre, pero ahora, sin anteojos y de frente; puede verla, ahora sabe que es la mujer de las fotos. La que como a ella se le murió un niño. La sientan en una de las dos sillas y la chica mayor le saca las esposas que la unen a los varones. Los ojos de la mujer parecen ausentes, perdidos, drogados. Entra la niña pequeña con una soga en la mano. Se la alcanza a su hermana, que ata la mujer a la silla. La niña va al placar y vuelve con el silicio. A Natalia cada golpe le duele en los dientes de tanto apretarlos. La mujer no tiene fuerza ni para quejarse. Apenas solloza un llanto que de todos modos Martín oirá, si es que esta noche, solo, también presta atención. Es el llanto, es la voz que escuchó las noches anteriores, es esa misma queja.
Cuando la chica termina con el látigo, los varones le alcanzan un botiquín. Lo abre y saca de adentro una hoja de afeitar con la que empieza a tajear la cara de la mujer, que ahora parece totalmente adormecida a pesar del dolor. Natalia sabe que tiene que salir de ahí, que tiene que gritar, que tiene que intentar defenderla. Pero no puede, está paralizada. Y tiene miedo, un miedo que hasta ahora no sintió nunca. Ni antes ni después de que el niño muriera. Antes porque no se le ocurrió, después porque ya nada peor podía pasarle. ¿Nada peor podía pasarle? ¿Es el dolor físico comparable con el dolor de una pérdida? ¿Puede doler algo más o menos que lo otro? ¿Duele el cuerpo más que eso a lo que no sabe cómo llamar? ¿El alma? La chica grande le pasa la hoja de afeitar a la pequeña y le indica que ella también corte a la mujer, le explica la manera de hacerlo, como si la estuviera iniciando. La chica lo hace, con la convicción y la ingenuidad con la que los niños garabatean sus primeros dibujos. Luego mira a la mayor y le sonríe. Ahora lo hacen juntas, las dos siguen cortándola, cortes pequeños, poco profundos, hasta que la mujer cae de lado, desmayada o muerta; Natalia no está segura, ella también siente que puede desmayarse detrás de la cortina. Los varones enderezan a la mujer, la atan más fuerte para que no se caiga de la silla, y le sacan fotos. Natalia se siente impotente, cobarde, solo espera que la tortura termine y que esos chicos se duerman para poder salir de allí, volver con Martín y dejar ese edificio para siempre. Esos chicos, ¿así debería llamarlos? ¿Son chicos? ¿Y si no, qué?
Entonces, cuando parece que la ceremonia por fin terminó, que ya no hay más dolor para infligirle a ese cuerpo vencido atado a una silla, la niña menor camina hacia la ventana, despacio pero resuelta. Como si supiera, como si siempre hubiera sabido, corre la cortina que cubre a Natalia y, mientras con una mano sostiene aún la hoja de afeitar ensangrentada, con la otra hace el gesto que tantas veces ella le vio hacer antes y dice:
—Vení.
Mientras la hermana mayor agarra otra vez el látigo, y sus hermanos acomodan la soga con la que atarán a Natalia en la silla desocupada.

(Argentina, 1960)