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martes, 8 de noviembre de 2016

SOLÁ, Juan: Los invisibles


Me gusta el subte porque es como el cumpleaños de quince de una prima lejana al que todos se ven obligados a ir aunque nadie tenga ganas. En él converge la mezcla más exótica de seres humanos, una suerte de feria llena de colores y ruido y voces estridentes y alguna que otra imagen triste.
Los pibes se metieron al vagón a los gritos. Eran tres y ninguno tenía más de ocho años. Eran flaquitos y chabacanos, maleducados sin maldad, medio pillos pero compañeros. Uno solo tenía zapatillas, el más chiquito. Y cuando digo chiquito no hablo de la cantidad de años sino de la cantidad de costillas que le conté sobre la piel desnuda. El más chiquito tenía las zapatillas y también tenía las tarjetitas. Las fue repartiendo mientras hablaba a los gritos y el otro le respondía a los gritos y un tercero le gritaba a la gente que les tiraran una moneda, que Dios los bendiga. Una señora se tapó los oídos.
Recién cuando pasaron en retirada escuché hablar al pibe que tenía sentado enfrente. Él también habrá tenido unos ocho años.
—Mamá, ¿por qué gritan los nenes? —preguntó, sin sacarles los ojos de encima. Eran ojos de asombro. ¡Qué libres eran los nenes que podían jugar en el subte!, habrá pensado.
—Porque son negros —dijo la madre y sentí como si de repente me hubieran apretado el pecho. Pensé que había escuchado mal y presté atención. No sé por qué tuve miedo.
—Porque son negros. Y cuando sean grandes, van a ser ladrones. Vos tenés que tener mucho cuidado con esos chicos, ¿sabés?
La cara del nene cambió como cambia la luz de la tarde cuando es verano y son las ocho menos diez y hay sol y de repente son las ocho y todo se ha puesto oscuro. Sus ojos se apagaron y los ratoncitos de curiosidad que espiaban desde las pupilas se atacaron entre ellos. Sus cejas se torcieron hacia adelante y sus labios se convirtieron en una línea recta y severa. Creo que hasta se le cayó un poco de magia de los bolsillos.
—¿Sabés?
—Sí, mamá.
No entiendo muy bien lo que me ocurrió a mí. Se me aceleró el corazón y mi garganta se puso rígida y quería salir del tren aunque estuviera en movimiento. Quise ser yo el que gritara ahora, pero me pareció más virtuoso el silencio de quien sabe que nunca se humilla a alguien delante de sus hijos.
Tenías la oportunidad de sembrar una semilla de amor y preferiste perpetuar el odio. Elegiste enseñar a tener miedo. Podría haberte perdonado la falsa misericordia de quien observa y murmura 'pobrecitos' pero masticaste tanta bronca que ya no sabés hacer ni eso. Ay, nene, ojalá alguien te explique que tu vieja ese día estaba enojada y que los pibes de la calle no se juntan para jugar, sino porque tienen miedo. Los pibes de la calle no gritan porque son negros, gritan porque son invisibles.

Estudiante de cine y actualmente vive en Buenos Aires


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