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miércoles, 14 de diciembre de 2016

IPARRAGUIRRE, Sylvia: El libro


El hombre miró la hora: tenía por delante veinticinco minutos antes de la salida del tren. Se levantó, pagó el café con leche y fue al baño. En el cubículo, la luz mortecina le alcanzaba su cara en el espejo manchado. Maquinalmente se pasó la mano de dedos abiertos por el pelo. Entró al sanitario, allí la luz era mejor. Apretó el botón y el agua corrió. Cuando se dio vuelta para salir, de canto contra pared, descubrió el libro. Era un libro pequeño y grueso, de tapas duras, anormalmente pesado. Lo examinó un momento. No tenía portada ni título, tampoco el nombre del autor o el de la editorial. Intrigado, bajó la tapa del inodoro, se sentó y pasó distraído las primeras páginas. Miró el reloj. Faltaba para la salida del tren.
Se acomodó y leyó parte al azar, con mayor atención. Sorprendido reconoció coincidencias. Volvió atrás. En una página leyó nombres de lugares y de personas que le eran familiares; más todavía, con el correr de las páginas encontró escritos los nombres de pila de su padre y su madre. Unos tres capítulos más adelante apareció completo, sin error posible, el de Gabriela. Lo cerró con fuerza; el libro le producía inquietud y cierta repugnancia. Quedó inmóvil mirando la puerta pintada toscamente de verde, marcada por inscripciones de todo tipo. Pasaron unos segundos en los que sintió el ajetreo lejano de la estación y la máquina express del bar. Cuando logró calmar un insensato presentimiento, volvió a abrirlo. Recorrió las páginas sin ver las palabras. Finalmente sus ojos cayeron sobre unas líneas: En el cubículo, la luz mortecina le alcanza su cara en el espejo manchado. Maquinalmente se pasó la mano de dedos abiertos por el pelo. Se levantó de un salto. Con el dedo entre las páginas fue a mirar asombrado el espejo, como si necesitara corroborar con alguien lo que estaba pasando. Volvió a abrirlo. Se levanta de un salto. Con los dedos entre las páginas va a mirarse asombrado… El libro cayó dentro del lavatorio transformado en un objeto candente. Lo miró horrorizado. Su tren partía en diez minutos. En un gesto irreprimible que consideró de locura, recogió el libro, lo metió en el bolsillo del saco y salió. Caminó rápido por el extenso hall hacia la plataforma. Con angustia creciente pensó que cada uno de sus gestos estaba escrito, hasta el acto elemental de caminar. Palpó el bolsillo deformado por el peso del libro y rechazó, con espanto, la tentación cada vez más fuerte, más imperiosa, de leer las páginas finales. Se detuvo, faltaba tres minutos para la partida. Qué hacer. Miró la gigantesca cúpula como si allí pudiera encontrar una respuesta. ¿Las páginas le estaban destinadas o el libro poseía una cualidad mimética y se refería a cada persona que lo encontraba? Apresuró los pasos hacia el andén pero, por alguna razón inexplicable, volvió a girar y echó a correr con el peso muerto en el bolsillo. Atravesó el bar zigzagueando entre las mesas y entró en el baño. El libro era un objeto maligno en su mano; luchó con el impulso casi irrefrenable de abrirlo en el final y lo dejó en el piso, detrás de la puerta. Casi sin aliento cruzó el hall. Corrió por el andén como si lo persiguieran. Alcanzó a subir al tren cuando dejaban la estación atrás y salían al aire abierto; cuando el conductor elegía una de las vías de la trama de vías que se abrían en diferentes direcciones.

Argentina, 1947


viernes, 2 de diciembre de 2016

URONDO, Francisco: La verdad es la única realidad


Del otro lado de la reja está la realidad, de
este lado de la reja también está
la realidad; la única irreal
es la reja; la libertad es real aunque no se sabe
bien
si pertenece al mundo de los vivos, al
mundo de los muertos, al mundo de las
fantasías o al mundo de la vigilia, al de la
explotación o de la producción.
Los sueños, sueños son; los recuerdos, aquel
cuerpo, ese vaso de vino, el amor y
las flaquezas del amor, por supuesto, forman
parte de la realidad; un disparo en
la noche, en la frente de estos hermanos, de estos
hijos, aquellos
gritos irreales de dolor real de los torturados en
el angelus eterno y siniestro en una brigada de
policía
cualquiera
son parte de la memoria, no suponen
necesariamente el presente, pero pertenecen a
la realidad. La única aparente
es la reja cuadriculando el cielo, el canto
perdido de un preso, ladrón o combatiente, la voz
fusilada, resucitada al tercer día en un vuelo
inmenso cubriendo la Patagonia
porque las
masacres, las redenciones, pertenecen a la realidad,
como
la esperanza rescatada de la pólvora, de la inocencia
estival: son la realidad, como el coraje y la
convalecencia
del miedo, ese aire que se resiste a volver
después del peligro
como los designios de todo un pueblo que
marcha hacia la victoria
o hacia la muerte, que tropieza, que aprende a
defenderse, a rescatar lo suyo, su
realidad.
Aunque parezca a veces una mentira, la única
mentira no es siquiera la traición, es
simplemente una reja que no pertenece a la
realidad. 

Cárcel de Villa Devoto, abril de 1973 

(Santa Fe, Argentina, 1930/1976)